miércoles, 10 de agosto de 2011

ACERCANDONOS A LA BIBLIA


ACERCANDONOS A LA BIBLIA
¿Qué es la Biblia?

REVELACION

La teología bíblica forma una entidad orgánica.  Esto significa no sólo que uno puede acercarse a cualquier aspecto del tema empezando en cualquiera de sus partes (aunque ciertamente hay algunos puntos que son más útiles que otros), sino también que tratar algún elemento de la teología bíblica como si existiera en un espléndido aislamiento, distorsiona seriamente el cuadro total.
Con ningún otro tema esta verdad es tan obvia como con aquel que se relaciona con la doctrina de la Escritura que un individuo sostiene. En esta época escéptica es dudoso si una comprensión articulada y coherente de la naturaleza de la Escritura  y su interpretación pueda sostenerse por mucho tiempo,  si no hay al mismo tiempo una comprensión del punto de vista bíblico de Dios, del ser humano, del pecado, de la redención y de la carrera de la historia hacia su meta final.
Por ejemplo, si es verdad que las Escrituras nos cuentan acerca de Dios, por lo menos la clase de Dios que él es, no es  menos verdadero que a menos que Dios sea realmente ese tipo de Dios que la Biblia dice, es imposible apreciar la Palabra por lo que es.  Para acercarnos a la Biblia adecuadamente es importante saber algo del Dios que la respalda.
Dios es a la vez trascendente (esto es, él está “más allá” del espacio y del tiempo) y personal.  El es soberano y es el creador todopoderoso a quien el universo entero debe su existencia; sin embargo, él es el Dios quien por gracia condesciende para relacionarse con nosotros los seres humanos a quienes él mismo formó a su propia imagen.  Puesto que  nosotros estamos limitados por el tiempo y el espacio, Dios nos encuentra aquí; él es el Dios personal que se relaciona con otros seres, personas que él hizo para que le glorifiquen y que se gocen en él por siempre.
Dios ha escogido revelarse a nosotros porque de otra manera sabríamos muy poco acerca de él; su existencia y poder están revelados en el orden de la creación, aunque ese orden ha sido profundamente manchado por la rebelión humana y sus consecuencias (Gén. 3:18; Rom. 8:19–22; ver Sal. 19:1, 2; Rom. 1:19, 20). También es cierto que en la conciencia humana está reflejada una débil imagen de los atributos morales de Dios (Rom. 2:14–16). Sin embargo, este conocimiento no es suficiente para conducir a la salvación.  Además, la pecaminosidad humana es tan sutil que se dedica no poca energía para restar valor aun a tal revelación como la de la creación. Pero en su gracia inmensurable Dios ha intervenido activamente en el mundo que él creó para revelarse a los seres humanos en formas mucho más completas.
Esto fue cierto aun antes de la caída.  Dios había asignado ciertas responsabilidades a las criaturas que él hizo a su imagen (ya eso en sí es una revelación), y entonces se encontró con ellos en el huerto que les había preparado.  Cuando Dios escogió a Abraham, estableció un pacto con él, revelándose como su Dios (Gén. 15; 17). Cuando redimió a Israel de la esclavitud, Dios no sólo conversó con  Moisés, sino que  también se mostró a sí mismo en las terribles plagas y en los truenos y relámpagos de Sinaí. Aunque el mundo es suyo, Dios escogió a Israel como su pueblo del pacto haciendo de ellos un reino de sacerdotes y una nación santa (Exo. 19:5, 6). Se reveló a ellos no sólo en manifestaciones extraordinarias de poder, pero también por medio de su Tora (lit. “instrucción”) que incluía no sólo instrucciones detalladas para el diario vivir, si no que además estructuras enteras de observancias religiosas obligatorias (tabernáculo, templo, sacrificios, sacerdocio).
A través del periodo que cubre el AT, Dios se reveló en providencia (p. ej. los arreglos que llevaron a José a Egipto, Gén. 37–50; 50:19, 20; el des velo de Jerjes una cierta noche de su vida, Est. 6:l ss.; los decretos de Ciro y Darío que facilitaron la vuelta de algunos hebreos a Jerusalén después del exilio), en eventos milagrosos (p. ej. la zarza ardien do, Exo. 3; el fuego en el monte Carmelo, 1 Rey. 18)  en las palabras proféticas (la “palabra del Señor” repetidamente “viene” a los profetas), en poesía y cantos (p. ej. los salmos).  Pero aun mientras los creyentes del AT sabían que Dios se había manifestado a su pueblo del pacto, eran conscientes de que él había prometido una revelación más clara en el futuro. Dios prometió un tiempo cuando una nueva raíz saldría del linaje de David (Isa. 11), un hombre que se sentaría en el trono de David, y que sería llamado Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz (Isa. 9).  Dios mismo descendería a la tierra y traería un cielo nuevo y una tierra nueva (Isa. 65). El derramaría su Espíritu (Joel 2), introduciendo un nuevo pacto (Jer. 31; Eze. 36),  resucitaría los muertos (Eze. 37) y mucho más.
Los escritores del NT están convencidos de que la autorrevelación de Dios y su salvación (largamente esperada) fueron realidad en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios.  En el pasado Dios se había revelado por los profetas, pero en estos últimos días él se ha revelado suprema y finalmente  en su Hijo (Heb. 1:2). El Hijo es la imagen perfecta del Padre (2 Cor. 4:4; Col. 1:15, Heb. 1:3); en él habita toda la plenitud de Dios (Col. 1:19; 2:9).  El es la encarnación de la autoexpresión de Dios, él es el Verbo de Dios hecho carne (Juan 1:1, 14, 18).
Esta revelación centrada en el Hijo se encuentra no sólo en la persona de Jesús, sino también en sus hechos.  Dios revela y efectúa el plan divino de la redención no sólo en las enseñanzas, predicación y sanidades de Jesús, pero supremamente en la cruz y en la resurrección.  Por el Espíritu que el Cristo exaltado ha dado (Juan 14–16) Dios convence al mundo (Juan 16:7–11), asiste a los creyentes en su testimonio (Juan 15:27, 28) y, sobre todo, Dios se les manifiesta al habitar en ellos (Juan 14:19–26). Así Dios se revela por el Espíritu Santo, quien es la garantía divina y arras de la herencia prometida (Ef. 1:13, 14).  Un día la revelación  última y completa ocurrirá, y cada rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre (Fil. 2:11; cf. Apoc. 19–22).
Lo que se debe enfatizar es que una comprensión genuinamente cristiana de la Biblia presupone al Dios de la Biblia, un Dios que se da a conocer en una variedad de formas para que los seres humanos puedan saber el propósito para el cual fueron creados: conocer, amar y adorar a Dios, y deleitarse de tal manera en esa relación que Dios  sea glorificado mientras ellos reciben el beneficio incomparable de llegar a ser todo lo que Dios quiere que sean.  Cualquier conocimiento verdadero y genuino que los seres humanos tengan de Dios depende principalmente de su autorrevelación.

LA PALABRA DE DIOS

Lo que no debemos pasar por alto es que este Dios es un Dios que habla.  Sin duda, él se nos revela en muchas maneras, y la palabra no es la menor de ellas.
En castellano “revelación” puede entenderse en forma activa o pasiva, eso es, ya sea como la actividad con que Dios se revela, o como la sustancia (que se da a conocer) de dicha manifestación.  Cuando la expresión se refiere a la autorrevelación de Dios, el sentido activo ve a Dios dándose a conocer por palabras, en tanto que el sentido pasivo apunta a  las palabras mismas toda vez que ellas constituyen el mensaje que Dios ha escogido entregar.
La importancia del hablar de Dios como un medio fundamental de su revelación no puede ser sobrestimado.  La creación misma es el producto del hablar de Dios; Dios habla y los mundos llegan a existir (Gén. 1). Muchos de los hechos más dra máticos de la revelación de Dios no habrían podido ser comprensibles si la palabra hablada de Dios no les acompañase. Moisés ve la zarza ardiendo con curiosidad, hasta que la voz le dice que se quite las sandalias, y le asigna nuevas responsabilidades. Abraham no habría tenido razón de salir de Ur, si no fuera por la revelación de Dios a través de pa labras.  Vez tras vez los profetas llevan la carga de “palabra del Señor” al pueblo. La revelación verbal es esencial aun en el caso del Señor Jesús: durante los días de su encarnación, él fue principal mente el Maestro. Además, aparte de la explicación del significado de su muerte y resurrección preservada en los Evangelios y las epístolas, aun estos eventos importantes no habrían sido comprensibles y habrían permanecido trágicamente  en la oscuridad. Es tan central el hablar de Dios en su autorrevelación que cuando Juan el evangelista busca una manera cabal para referirse a la última revelación de Dios en su  Hijo, escoge referirse a  él como “el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios...  el Verbo se hizo carne” (Juan 1:1, 14). El que montaba el caballo blanco de Apoc. 19 es llamado “Fiel y Verdadero... Está vestido de una vestidura teñida en sangre, y su nombre es llamado EL VERBO DE DIOS” (19:13).
Por supuesto, al establecer que Dios es un Dios que habla, y que sus palabras constituyen un elemento básico en la bondadosa manifestación de sí mismo a nosotros, no demuestra en absoluto que la Biblia sea el producto de esa revelación activa, siendo así una revelación en el sentido pasivo. Es cierto que la expresión “palabra del Señor” en la Biblia tiene una variedad de usos; todos  ellos indican que Dios habla, que no es simplemente un Dios impersonal, “fuerza de la existencia” o un “otro” misterioso, pero la variedad de usos es digna de considerar. Por ejemplo, con frecuencia se dice que “la palabra de Dios” o “la palabra del Señor” “vino” a uno de los profetas (p. ej. Jer. 1:2; Eze. 30:1; Ose. 1:1; Luc. 3:2). Cómo esta “palabra” o “mensaje” viene, generalmente no se explica. Sin embargo, es obvio que aun estos ejemplos son suficientes para de mostrar que en la Biblia misma “la palabra de Dios” no necesariamente es idéntica con la Escritura.
Quienes hacen esta observación van más allá y argumentan que es inapropiado hablar de las Escrituras como la  Palabra de Dios.  Paralelamente sostienen que si “la palabra de Dios” es usada para re ferirse a la Biblia, esto debe ser en un sentido general: tal como “el mensaje de la Biblia”, o “aquello que Dios ha dicho en términos  generales a los testigos humanos”, o algo similar. Esto no debe usarse para referirse a las palabras mismas de la Escritura.
Pero seguramente esto implicaría errar en otro sentido. Jesús puede reprender a sus opositores por poner sus tradiciones por encima de “la palabra  de Dios”  (Mar. 7:13), y lo que él tiene en mente es la Escritura que había en existencia. Si algunos mensajes de Dios están dados en términos muy generales, muchos están dados como oráculos, expresiones, de Dios mismo. De este modo la profecía de Amós empieza modestamente: “Las palabras de Amós”, pero a través del libro oráculo tras oráculo está introducido por alguna expresión como: “Así ha dicho Jehovah” (2:6) o “así ha dicho el Señor Jehovah” (3:11). Jeremías ve la revelación de Dios lle gando casi como un dictado directo, así que cuando el mss. original es destruido  Dios generosamente entrega de nuevo el mensaje (Jer. 30:2; 36:27–32). David insiste en que “las palabras de Jehovah son pa labras puras, como plata purificada en horno de tierra, siete veces refinada” (Sal. 12:6). Cuando extendemos nuestra investigación al NT encontramos a los escritores, uno tras otro, declarando “Dios dice” para referirse a algo que se en cuentra en uno u otro libro canónico.  Cuando los escritores del NT se refieren a lo que Moisés o Isaías o algún otro dijo (p. ej. Rom. 9:29; 10:19) ellos se están refiriendo a lo que Dios mismo les ha dicho a esos escritores del AT cuando se dirigió a ellos (p. ej. Rom. 9:15, 25). Además, ellos pueden decir que “Dios dice” o “El Espíritu Santo dice” aun cuando citan pasajes de la Escritura donde de he cho Dios no está hablando directamente al escritor del AT (p. ej. Heb. 7:21, 10:15).  A veces se emplea una fórmula más larga, p. ej. “lo que habló el Señor por medio del profeta, diciendo” (Mat. 1:22), “El Espíritu Santo habló de antemano por boca de David” (Hech. 1:16).
Este resumen breve de la evidencia procura mostrar que Dios se ha revelado en muchas formas, pero especialmente en la revelación verbal.  Hemos visto que la evidencia es inseparable de la Escritura misma, pero no hemos indagado muy profundamente en esa dirección.  Antes de proceder, hay un elemento relacionado con la revelación bíblica que tiene que ser mencionado brevemente.

LA PALABRA DE LOS SERES HUMANOS

Aun una lectura rápida de la Biblia muestra que no es el producto de un dictado divino, como tampoco que ha descendido del cielo en tablas de oro.  Además de declarar su revelación y su autoridad divinas, la Biblia es un documento asombrosamente humano o, más precisamente, 66 documentos humanos.  Los últimos escritores del canon citan a los autores humanos por nombre, tratando muchos de los libros como productos de personas histó ricas bien conocidas sin insinuar por un instante que esta dimensión humana afecte la autoridad del documento. En verdad algunas de las referencias a las Escrituras del AT se hacen con una informalidad sor prendente. Por ejemplo: “Pues, alguien dio testimonio en un lugar, diciendo” (Heb. 2:6).  Si hemos de pensar claramente acerca de cómo los cristianos deben acercarse a la Biblia, entonces, con más razón debemos afirmar que es la Palabra de Dios (un tema que todavía debe de ser enfatizado) sin ignorar la dimensión humana de las Escrituras.
Hay un número importante de implicaciones. La Biblia no nos llegó de golpe, sino a través de un período aproximado de un milenio y medio, por la mano de muchos seres humanos, siendo la identidad de algunos enteramente desconocida. La primera implicación, entonces, es el hecho de que la Biblia está enraizada profundamente en la historia.  La variedad de autores humanos representan culturas concretas, idiomas, eventos históricos y puntos de vista.  El paralelo obvio, y uno al que a menudo se llama la atención, es la encarnación.  El Hijo eterno, el Verbo preexistente, se hizo carne. El es tanto Dios como hombre. La fórmula clásica sigue siendo la mejor: El eterno Hijo se encarnó en la historia, dos naturalezas, una persona.  Jesucristo no puede ser percibido y creído si se ignora o diluye su deidad o su humanidad.  De igual manera, la  Biblia es ambos, tanto de origen divino como humano.  Es la revelación de Dios, y es un registro  humano.  El mensaje, en referencia a las pala bras mismas, es divino, originándose en el Dios eterno; sin embargo, es profundamente humano, escrito en la historia, un libro con dos naturalezas.  Por supuesto, la analogía no se debe forzar demasiado. Jesucristo es en sí: Dios y hombre, pero nadie afirmaría que la Biblia es Dios y hombre; no es más que un instrumento en la mano de un Dios que se revela.  Jesucristo ha de ser adorado; la Biblia no debe ser adorada.  Sin embargo, la comparación, correctamente restringida, es útil si nos provee de algunas categorías para ayudarnos a comprender lo que la Biblia es, y si nos anima a ser humildes en nuestra actitud cuando nos acercamos a ella. En toda nuestra investigación de la Escritura, nunca debemos desechar la virtud de la humildad, humildad ante un Dios que  tan bondadosamente se acomodó a nuestras necesidades para revelarse a sí mismo poderosamente tanto en la Palabra encarnada como en la palabra escrita.
La segunda implicación es que la revelación preservada en la Biblia no es un sistema abstracto, sea este filosófico, ético o teológico.  El budismo se man tiene o se cae como un sistema de pensamiento: si pudiese ser probado que Gautama el Buda nunca vivió, la religión que lleva su nombre no estaría en peligro. No así el cristianismo.  A pesar de la inmensa diversidad literaria en la Biblia, ésta como un todo relata una historia, y esa historia ocurre en el tiempo y el espacio.  A pesar de los mejores esfuerzos de algunos eruditos de argüir que la fe bíblica nunca debe hacerse cautiva de la investigación histórica, hay un sentido profundo en que la naturaleza de la automanifestación bondadosa de Dios, que toma lugar en la historia ordinaria (no importando cuán espectaculares o milagrosos sean algunos de los elementos de esa revelación), asegura que no puede escapar a la investigación histórica. Si Jesucristo nunca vivió, el cristianismo es destruido; si él nunca murió en la cruz, el cristianismo es destruido, si nunca resucitó de los muer tos, el cristianismo es destruido.  No obstante, siendo Dios el objeto último de la fe cristiana, esa fe es incoherente si ésta afirma una fe en el Dios de la Biblia pero no en el Dios que según la Biblia se revela en la historia que es mayormente accesible y sujeta a prueba. En resumen, los elementos de la extensa historia bíblica son esenciales para la integridad del mensaje cristiano.
En tercer lugar, porque la Biblia es precisamente tan humana, incluye no solamente la bondadosa revelación que Dios nos da de sí mismo, sino también el testimonio humano acerca de Dios.  El libro de Hech., p. ej. relata muchos incidentes en que los apóstoles audazmente confrontaron a las autoridades quienes trataron de silenciarles, y la confianza inconmovible de estos primeros cristianos está ligada con la convicción inquebrantable de que Jesús había resucitado de entre los muertos.  Ellos lo habían visto; además, según Pablo, cerca de 500 testigos lo habían visto (1 Cor. 15).  Muchos de los salmos ofrecen vívidos testimonios  de cómo aquellos que creyeron en el Dios vivo reaccionaron ante las circunstancias cambiantes y a las tormentas de la vida. Más ampliamente, muchas personas descritas en la Escritura o escribiéndola están profundamente comprometidas con sus contemporáneos.  No son simplemente secretarios anotando un dictado. Digamos que uno no puede leer de la pasión de Pablo en 2 Cor. 10–13, o de la indignación moral de Amós, o del dolor profundo reflejado en Lam. o Hab., o la preocupación de Judas al enfrentar la apostasía teológica, o el testimonio profundamente comprometido de Mateo y Juan, o el transparente afecto de Pablo por los fi lipenses, sin reconocer que la Biblia muestra que fue escrita por personas verdaderas.  Con todo muchas de ellas están siendo usadas para entregar la verdad de Dios a futuras generaciones, también dan testimonio de su propia experiencia con Dios.
Estas tres implicaciones se juntan en una cuarta.  Los autores humanos de la Biblia, como hemos visto, están profundamente inmersos en la historia; ellos relatan su parte de la historia, dan testimonio.  Lo que descubrimos es que los últimos escritores bíblicos no sólo dan por sentada la historicidad de los mayores eventos históricos redentores (tales como el pecado, la caída en el huerto de Edén, el llamado de Abraham y el pacto de Dios con él, el éxodo y la entrega de la ley, el surgimiento de los profetas, el principio de la monarquía davídica, el ministerio, muerte y resurrección de Jesús), sino aun los registros bíblicos de eventos relativamente menores también son considerados como dignos de confianza.  La reina de Saba visitó a Salomón (Mat. 12:42; Luc. 11:31, 32); David comió el pan consagrado (Mar. 21:25, 26); Moisés levantó la serpiente en el desierto (Juan 3:14);  Abraham dio el diezmo del botín a Melquisedec (Heb. 7:2); ocho personas fueron salvadas en el arca (1 Ped. 3:20); la mula habló a Balaam (2 Ped. 2:16), para dar unos pocos ejemplos.  Uno de los ejemplos más intrigantes se encuentra en los labios de Jesús (Mat. 22:41–46; Mar. 12:35–37).  Jesús cita el Sal. 110, el cuál según la inscripción es de David.  La cosa importante de observar es que la validez del argumento de Jesús depende completamente de el asumir que la inscripción es correcta.  Si ese Salmo no fue escrito por David, entonces David no habló del Mesías como su Señor. Cuando se refería a “mi Señor” ¿de qué “Señor” habló? Digamos que si un cortesano hubiese compuesto el Salmo, entonces el “mi Señor” fácilmente podría entenderse como refiriéndose a David mismo o a alguno de los monarcas que le sucedieron (como suponen muchos críticos modernos).  Pero si, al igual que Jesús, tomamos  la inscripción como verdadera, entonces es casi inevitable una interpretación mesiánica del Salmo. En resumen, las referencias históricas no son sólo abundantes y entrelazadas, sino que dondequiera que la Escritura hace referencia a ejemplos anteriores nunca causa una sospecha en el sentido de que el relato sea engañador, no histórico, o correcto sólo en el plano de lo teológico o algo parecido.
Finalmente, dado que la Biblia fue escrita por muchas personas a través de muchos siglos, uno no puede sorprenderse de que contenga tantos tipos literarios.  La poesía y la prosa, la narración y el discurso, el oráculo y el lamento, la parábola y la fábula, la historia y la teología, la genealogía y la apocalíptica, el proverbio y el salmo, el Evangelio y la epístola, las leyes y la literatura sapiencial, la misiva y el sermón, las coplas y la épica: la Biblia está compuesta de toda esta variedad de géneros literarios y más. Patrones de pactos emergen con algunos parecidos a los tratados de los heteos, ta blas de deberes caseros se encuentran con semejanzas asombrosas a los códigos de conducta del mundo helénico. Estas realidades, un producto de la naturaleza humana de la Biblia, necesariamente afectan cómo nos acercamos a la Biblia para interpretarla correctamente.

LA ESCRITURA Y EL CANON

Si aceptamos que Dios es un Dios que habla, que la revelación de sí mismo incluye la revelación verbal y que frecuentemente él ha usado a los seres humanos como sus portavoces, en primer lugar debemos preguntarnos cómo resolveremos lo que parece ser primeramente un proceso personal y oral de algo que es de dominio público como es la Palabra de Dios escrita (el tema de esta sección); y en segundo lugar, cómo concebiremos la relación en tre lo que Dios habló y lo que sus agentes humanos hablaron (el tema de la siguiente sección).
Obviamente, aunque la Escritura describe a Dios como hablando a través de seres humanos, el único acceso que tenemos a tal fenómeno durante el período de la historia bíblica se encuentra en la Escritura misma.  Eso se presupone, p. ej. en  la retórica de Jesús: “¿No habéis leído lo que os fue dicho por Dios...?” (Mat. 22:31).  Las alternativas que resultan parecen ser, entonces, o que la Es critura no es más que un testigo (falible) a tal revelación verbal divina, o nada más que el producto de tal revelación.  En el primer caso, el intérprete debe escoger, según lo mejor de su capacidad, entre aque llas partes de la Escritura que constituyen un testigo fiel al Dios que se revela en hechos y palabras, y aquellas porciones que no son fidedignas, y descubrir las bases para tales decisiones. En el último caso, la Biblia tiene que ser comprendida no sólo como un testigo fiel  a la bondadosa autorrevelación de Dios en palabras y hechos, sino también la expresión concreta de la revelación verbal de Dios a los seres humanos.  Estos puntos de vista alternativos en cuanto a lo que es la Escritura ciertamente afectarán la manera en que nos acercamos a ella.
No debe existir duda acerca de cómo la Escritura subsecuente se refiere a la anterior; numerosos pasajes dejan claro que para estos escritores, lo que dice la Escritura es lo que Dios dice.  Tal declaración, por supuesto, deja lugar para que Satanás y toda clase de personas malas queden registradas como hablando dentro de la Escritura; en tal caso, invariablemente el contexto muestra que el propósito del registro de tales dichos es de formar parte de un relato más grande en el cual la perspectiva de Dios es mostrada implícita o explícitamente.  Sin embargo, se debe tener mucho cuidado en discernir exactamente qué género de literatura está siendo empleado y cuál es el mensaje que se quiere presentar; el resultado es nada más que la mente de Dios en este asunto.
Así que en Mat. 19:5, las palabras de Gén. 2:24, no atribuidas a Dios en el relato de Gén., se presentan, de todos modos, como lo que Dios “dijo”. Dios mismo habló por la boca de los santos profetas (p. ej. Luc. 1:70).  Si se juzga a los discípulos como insensatos por no haber creído “todo lo que los profetas han dicho” (Luc. 24:25), la sustancia de lo que los discípulos debieron haber entendido y lo que Jesús expone a ellos, es que “les interpretaba en todas las Escrituras lo que decían de él” (Luc. 24:27). El evangelio es nada más que lo que Dios “había prometido antes por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras acerca de su Hijo” (Rom. 1:2, 3). Las palabras que están en las Escrituras y las palabras dichas por Dios son consideradas iguales a tal punto que Pablo puede personificar la Escritura: “Porque la Escritura dice al Faraón” (Rom. 9:17); “Y la Escritura, habiendo previsto que por la fe Dios había de justificar a los gentiles” (Gál. 3:8); “la Escritura lo encerró todo bajo pecado” (Gál. 3:22). Ninguna de estas cláusulas tiene sentido a menos que Pablo asuma de antemano que lo que la Escritura dice, Dios lo dice. Este punto llega a una declaración explícita en 2 Tim. 3:16: “Toda la Escritura [grafé] es inspirada por Dios y es útil para...”  La referencia en este contexto es lo que llamamos Escrituras del AT (nótese el versículo anterior: Timoteo había conocido desde la infancia “las Sagradas Escrituras” [jiera grámmata]); además, nada en este pasaje declara el límite preciso de las Escrituras, estableciendo un canon acordado. De hecho, lo que el pasaje hace es afirmar que si un cuerpo de literatura está incluido en la “Escritura”, este debe ser aceptado como “inspirado por Dios” (lo cual trataremos más adelante) y a su vez debe ser tratado como tal.
La misma posición, según los escritores de los Evangelios, es aceptada por el Señor Jesucristo. El insistió en que la Escritura no puede ser anulada (Juan 10:35). Cuando él se refiere a Moisés, Jesús está pensando en lo que Moisés escribió, eso es, en Escritura: “Hay quien os acusa: Moisés [dirigiéndose a algunos de sus oponentes], en quien habéis puesto la esperanza. Porque si vosotros creyeseis a Moisés, me creeríais a mí; pues él escribió de mí. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Juan 5:45–47). No importa cuán difícil sea la interpretación de Mat. 5:17–20, o cuán disputada sea la naturaleza exacta del “cumpli miento”, de hecho es seguro que cuando Jesús dice: “De cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni siquiera una jota ni una tilde pasará de la ley hasta que todo haya sido cumplido” (Mat. 5:18), él asume la veracidad y confiabilidad de “la Ley” (que en el contexto se refiere a toda la Escritura: cf. la Ley y los Profetas en 5:17; 7:12) tal como ésta está contenida en la Escritura. La autoridad divina que tanto Jesús como sus primeros discípulos asignan a las Escrituras constituye la autoridad que se presupone por la fórmula que frecuentemente se repite para introducir varias citas de las Escrituras: “Escrito está” (p. ej. Mat. 4:4; Rom. 9:33); ellos lo dijeron, y eso fue suficiente.
Sólo una pequeña porción de evidencia ha sido tratada aquí, pero es suficiente para mostrar que para Jesús y los escritores del NT ya la Escritura en existencia era percibida como algo más que un simple testigo escrito de la revelación de Dios; en sí era considerada simultáneamente producto de autores humanos y revelación del Dios que habla. Lo que la Escritura dijo, Dios lo dijo. Sin importar cómo recibió su autoridad, lo que la Biblia dice está marcado con la autoridad de Dios, porque sus palabras son las palabras de Dios.

EL CANON DE LAS ESCRITURAS

Por sí sola esta discusión no dice nada del límite de las Escrituras. Estar de acuerdo con respecto a la naturaleza de las Escrituras aún deja abierta la pregunta sobre cuáles son los escritos que conforman las mismas. Lo que conforma el canon de las Escrituras y cómo sabemos que éste es correcto es una materia muy compleja sobre la cual se ha escrito mucho. Este brevísimo resumen tendrá que ser suficiente.
1. Muchos han argumentado que las Escrituras del AT fueron canonizadas (eso es, reconocidas como una lista oficial  de escritos) en tres etapas: primera, la Tora (aquí entendida como lo que llamamos Pentateuco, los primeros cinco libros); segunda, los Profetas; y tercera, los Escritos. Siempre se ha argumentado que la última etapa no se logró sino hasta fines del siglo I d. de J.C., en el concilio de Jamnia. Sin embargo, ha ido creciendo la posición que dice que, en cuanto al canon se refiere, Jamnia no hizo nada más que re visar los argumentos para dos de los libros de los Escritos (Ecl. y Cant.), tal como lo hiciera Lutero más tarde en relación con el libro de Stg. En ambos casos, la posición heredada fue que los escritos en cuestión en realidad pertenecieron al canon, y el punto a considerar fue si esta posición debía o no ser sostenida.
2. La evidencia indirecta con respecto a la posición de los libros del AT procede del NT. Según Luc. 24:44; Jesús mismo se refirió a las Escrituras como “la Ley de Moisés, los Profetas y los Salmos”, designación tradicional para las tres divisiones del canon hebreo, a las cuales se acaba de hacer referencia. Más extensamente el NT cita de cada sección y de casi todos los libros del AT y trata ta les pasajes como “Escritura”. No todos los escritos antiguos fueron considerados como Escritura, de manera que si se trata a algunos libros como Escrituras y a otros no, se asume que las personas que están citando están usando una lista que en su mente consideran libros de las “Escrituras”. De manera que citas de Arato en Hech. 17:28, Menandro en 1 Cor. 15:33, Epiménides en Tito 1:12 o 1 de Enoc en Judas 14, 15 no son introducidas co mo Escrituras. Es interesante que tampoco se hace alusión a los libros apócrifos como Escrituras. Aun cuando las copias de la Septuaginta (la traducción griega del AT) que datan del siglo IV y V d. de J.C. incluyan mu chos de los libros apócrifos, es universalmente reconocido que esos mss. proveen muy poca evidencia acerca del pensamiento de los judíos de la Palestina del siglo I, incluso podríamos decir que es probable que no proporcionen evidencia alguna sobre un canon judío más extenso aceptado por los judíos en Alejandría.
3. Es obvio que uno no se puede aproximar al cierre del canon del NT, eso es, el momento en que se acordó universalmente que no había más libros que agregar a la lista oficial de libros de la Es critura autorizada, exactamente en la misma forma, ya que esto implicaría un cuerpo aun mayor para autenticarlo, y así sucesivamente en una regresión interminable. Aun así, es digno de notar cómo algunos documentos últimos del NT se refieren a los escritos anteriores como “Escritura” (1 Tim. 5:18; 2 Ped. 3:16).
4. Tal vez, más importante, son los numerosos pasajes donde Cristo mismo es hecho el centro de lo que llegó a ser el canon del NT.  En particular, los versículos iniciales de Hebreos contrastan có mo Dios “habiendo hablado en otro tiempo muchas veces y de muchas maneras a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo” (Heb. 1:1, 2). El Hijo mismo es lo máximo de la revelación; para usar el lenguaje de Juan, Jesús mismo, como lo hemos visto, es la última “Palabra”, la expresión misma de Dios, la palabra encarnada. Así, cualquier noción del canon del NT se vincula directamente con él. Ciertamente Jesús preparó a su pequeño grupo de apóstoles para un entendimiento más claro que vendría después de su resurrección y en la venida del Espíritu Santo (Juan 14:26; 16:12–15). También es cierto que hay evidencia de que, aunque los 12 apóstoles y Pablo podrían y de hecho cometieron errores (p. ej.  Gál. 2:11–14), en ocasiones llegaron a ser muy conscientes de que lo que escribían no era menos que el mandato del Señor y que aun los profetas del NT que los cuestionaron sobre este asunto debían ser considerados fuera del redil, o ignorados  (1 Cor. 14:37, 38).
5. Algunos han dado la impresión completamente falsa de que la iglesia cristiana primitiva tomó un tiempo demasiado largo para reconocer la autoridad de los documentos del NT.  En verdad es vital distinguir entre el reconocimiento de la autoridad de estos documentos y el reconocimiento universal en relación con una lista oficial de documentos neotestamentarios. Los libros del NT estaban circulando mucho tiempo antes que lo último ocurrie ra, muchos de ellos aceptados en todas partes como divinamente autoritativos, y todos ellos aceptados a lo menos en gran parte de la iglesia. Los documentos del NT, en su mayoría, son citados como autoritativos tempranamente; esto incluye los cuatro Evangelios, Hechos, las trece epístolas paulinas, 1 Pedro y 1 Juan. El resto del canon del NT estaba bien ubicado para el tiempo de Eusebio en la primera mitad del siglo IV d. de J.C.
6. El criterio usado por la iglesia cristiana primitiva para decidir qué libros eran autoritativos, era triple. Primero, los Padres de la iglesia buscaron la apostolicidad, es decir que un documento tenía que haber sido escrito por un apóstol o alguien inmediatamente cercano al apóstol. Así, se entiende que el Evangelio de Marcos tiene, detrás de él, el testimonio de Pedro; Lucas fue relacionado con Pablo. Tan pronto como los Padres discutieron la posibi lidad, ellos rechazaron cualquier documento bajo la sospecha de seudonimia (que había sido escrito por alguien cuya identidad no era la del autor). Segundo, un requerimiento básico pa ra la canonicidad fue la conformidad con “la regla de la fe”, o sea con el cristianismo básico y ortodoxo reconocido como normativo en las iglesias. Tercero, y no menos importante, el documento tenía que haber gozado de uso amplio y continuo por las iglesias. Incidentalmente, este criterio requiere del paso del tiempo para que sea útil, y ayuda a explicar por qué pasó tanto tiempo antes de “ce rrar” el canon (eso es, antes de que la iglesia universalmente hubiese acordado la posición de todos los 27 documentos del NT). Una de las razones por la que Heb. no fue aceptada en Occidente tan tempranamente como algunas de las epístolas fue porque era anónima, siendo aceptada más temprano en el Oriente donde fue atribuida (erróneamente) a Pablo.
7. Tal vez lo más importante es reconocer que aunque no había maquinaria eclesiástica o jerárquica, como el papado medieval, para imponer decisiones, finalmente casi toda la iglesia universal reconoció los mismos 27 libros. En otras pa labras, esto no fue tanto un “reconocimiento oficial” como el hecho de que el pueblo de Dios en diferentes partes reconoció lo que otros creyentes en otras partes también habían encontrado ser la verdad. Esto tiene que ser constantemente enfatizado: “El hecho de que sustancialmente la iglesia entera llegó a reconocer los mismos 27 libros como canónicos es notable cuando se recuerda que el resultado no fue arreglado. Lo único que podían hacer las di ferentes iglesias a través del imperio era dar testimonio de su propia experiencia con los documentos y compartir cualquier conocimiento que ellos podrían haber tenido sobre su origen y carácter. Cuan do se considera la diversidad en los trasfondos culturales y en la orientación en cuanto a lo esencial en la fe cristiana en la iglesia, su acuerdo común con respecto a los libros que pertenecían al Nuevo Testamento sirve para sugerir que esta decisión final no se originó solamente en el plano humano” (Glenn W. Barker, William L. Lane, y J. Ramsey Michaels, The New Testament Speaks [Harper & Row, 1969], p. 29).
Entonces, la iglesia no les confirió cierta posición a los documentos que de otro modo les habría faltado, como si la iglesia fuera una institución con autoridad independiente de las Escrituras o en posición paralela a las Escrituras. Más bien, los documentos del NT fueron Escrituras por causa de lo que Dios había revelado; la iglesia, providencialmente guiada, llegó a reconocer universalmente lo que Dios había realizado en la culminante revelación de sí mismo en la persona de su Hijo y en los documentos que daban testimonio y juntaban los cabos de la revelación en el Hijo.

INSPIRACION Y AUTORIDAD

Si las Escrituras son simultáneamente revelación verbal de Dios y producto de manos humanas, debemos buscar por lo menos alguna relación entre ambas. Durante los últimos siglos, el término que más comúnmente ha sido usado en relación con el tema es “inspiración”. Al igual que “Trinidad”, la palabra “inspiración” no es una palabra bíblica sino más bien es una que resume aspectos importantes de la verdad bíblica. Inspiración es normalmente  de finida (a lo menos en círculos protestantes) como la obra sobrenatural del Espíritu Santo de Dios sobre los autores humanos de la Escritura, de tal forma que lo que ellos escribieron fue precisamente lo que Dios quiso que escribieran con el propósito de comunicar su verdad.
Algunas observaciones en esta definición nos ayudarán a clarificarla, indicando su utilidad y defendiéndola de aquellas malas interpretaciones comunes que se hacen sobre ella.
1. La definición habla tanto de la acción de Dios, por su Espíritu, en el autor humano como de la naturaleza del texto resultante. Este doble énfasis es un intento de captar los dos elementos presentes y que son demostrables en el relato que la Biblia hace de lo que está sucediendo. Por un lado, nos dice que “ninguna  profecía de la Escritura es de interpretación privada” (presumiblemente una interpretación privada de la forma en que las cosas se encuentran); en verdad, “jamás fue traída la profecía [claramente, en el contexto, la profecía que constituye Escritura] por voluntad humana; al contrario, los hombres hablaron de parte de Dios siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:20, 21). Por otro lado, no es solamente que los  autores huma nos de las Escrituras fueron “guiados  por el Espíritu Santo”, sino que la Escritura resultante es “inspirada por Dios” (2 Tim. 3:16). La expresión gr. bien podría traducirse  como “exhalada por Dios”. Lo interesante del punto es que se describe de esta forma la Escritura, el texto, y no el autor humano. Si escogemos usar la palabra “inspirado” en vez de “exhalada por Dios”, entonces debemos decir (según este pasaje) que es el texto lo inspirado y no sus autores humanos. Si usamos alternativamente el término “inspirado” junto con el hecho que los autores humanos fueron “guiados por el Espíritu San to” entonces los autores de las Escrituras fueron inspirados. En ese caso el diseño de la definición incluye tanto la obra del Espíritu Santo en el autor humano como la posición resultante del texto de las Escrituras.
2. No hay nada en la definición que exige un modo particular de inspiración. Sin duda la inspiración puede operar a través de un estado anormal de la mente humana, por decir, una visión, un sueño co mo en estado de trance, escuchar voces y mucho más. Pero no hay nada en la definición que requiera de tal fenómeno; en verdad, juzgando por el texto de la Escritura, no es claro que todos los escritores bíblicos estaban siempre conscientes de que lo que estaban escribiendo era el texto sagrado. Ni hay razón alguna para menospreciar la descripción que Lucas hace de su trabajo, caracterizado por la investigación y el inquirir cuidadoso de sus fuentes (Luc. 1:1–4).  El hecho es que el término “inspirado” no es mucho más que una etiqueta conveniente para ser usada en relación con el proceso por el cual Dios ha dado existencia a las Escrituras como previamente han sido descritas: revelación verbal y testigo histórico, palabras de seres humanos y palabras de Dios, la verdad que Dios escogió comunicar y las formas particulares de cada uno de los autores humanos.
3. Es importante distinguir este uso de “inspiración” de otros dos usos. El primero surge del mundo contemporáneo del arte. Hablamos de compositores, escritores, pintores, escultores, músicos y otros seres “inspirados”. Si nos detenemos a pensar en este uso como el único, podríamos suponer que estas personas fueron inspiradas por las musas; el que se inclinara más teológicamente asignaría la inspiración a la “gracia común” de Dios. Aparte de tal reflexión, no pensamos mucho más en que su trabajo es excelente, una elite de primera clase. En consecuencia, podemos concluir que sus trabajos son “inspiradores”, eso es, que permiten a quienes los observan levantar un poco su horizonte, o intentar algo nuevo, o simplemente sentir se ennoblecidos. Normalmente tal uso no es tomado para indicar que el Dios soberano haya comunicado su verdad en forma permanente a su pueblo del pacto.
El segundo uso de “inspiración” con el cual nuestra definición no debe ser confundida es aquel que se encuentra en el uso de los Padres de la iglesia. Se ha hecho notar que “inspiración” nunca funciona entre los Padres como un criterio para la canonicidad. Esto no es porque los Padres no consideren las Escrituras como inspiradas, porque de hecho ellos sí las consideran inspiradas; sino más bien, porque en su uso inspiración no es algo que se relaciona exclusivamente con las Escrituras. En un sermón que Eusebio atribuye al emperador Constantino (sea o no una atribución correcta), el predicador comienza: “¡Ojalá la poderosa inspiración del Padre y de su Hijo... sea conmigo al hablar estas cosas!” En una de sus cartas a Jerónimo, Agustín va demasiado lejos al decir que Jerónimo escribe bajo el dictado del Espíritu Santo. Gregorio Niceno puede usar la misma palabra traducida como “exhalada por Dios” (“inspirada”) en 2 Timoteo para referirse al comentario de su hermano Basilio acerca de los seis días de la creación. En resumen, un considerable número de los Padres usa una variedad de expresiones, incluyendo “inspiración”, para amalgamar lo que muchos teólogos en el día de hoy separarían en dos categorías: “inspiración” e “iluminación”. Esta última reconoce el trabajo del Espíritu Santo en la mente de un sin fin de creyentes, no sólo predicadores, sino también escritores y maestros cristianos, pero niega a sus pensamientos, palabras y escritos la clase de autoridad uni versal que obliga a todos los cristianos en todas partes y que hoy es relacionada con la palabra “inspiración”. De seguro, implícitamente los Padres hacen la misma clase de distinción  (aunque las categorías son diferentes) en tanto que reconocen sólo ciertos documentos como canónicos, eso es, un listado cerrado de Escrituras con autoridad que obliga a toda la iglesia.
Entonces, para nuestros propósitos, “inspiración” no será usada como lo es en el mundo del arte, o como lo es en el lenguaje de los Padres de la iglesia, sino en el sentido teológico que ha adquirido durante los siglos pasados.
4. Unos cuantos escritores intentaron debilitar “inspiración” como el término que ha sido definido aquí al señalar, correctamente, que un pasaje como 2 Tim. 3:16, 17 nos afirma el propósito de tal Escritura inspirada: “es útil para la enseñanza, para la reprensión, para la corrección, para la instrucción en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente capacitado para toda buena obra”. Si este es el propósito, ellos argumentan, en tonces es vano intentar vincular inspiración con veracidad y autoridad. De hecho, esto es un error de categorías. Es importante distinguir el modo  de revelación (sueño, visión, dictado, etc.) de la manera de inspiración (el empleo de varias técnicas y géneros literarios) de los resultados de la inspiración (lo que la Escritura dice, Dios lo dice) y el propósito de la inspiración (hacernos sabios para la salvación).
5. Muchos han intentado debilitar la autoridad de las Escrituras, hecho implícito en este estudio. Solo algunos pocos serán mencionados. Primero, se ha argüido que uno tiene que crear una doctrina de las Escrituras, no sólo de los pasajes en los cuales la Escritura evalúa a la Escritura, sino de las dificultades declaradas inflexibles donde la Escritura cita a la Escritura en una forma que en su primera lectura asombra. Ciertamente los dos acercamientos tienen que ir de la mano. En la práctica, sin embargo, aquellos que empiezan con el segundo acercamiento usualmente no consideran el primero con seriedad; quienes comienzan con el primer acerca miento, si son investigadores cuidadosos, generalmente descubren razones válidas, exegéticas y teológicas que explican este fenómeno tan peculiar. Una variación de este argumento insiste en que la Biblia presenta formas tan diferentes, digamos a modo de ejemplo, de Dios, que es inútil hablar de teología “bíblica” o “cristianismo bíblico”. La Biblia, según este argumento, incorpora teologías que compiten entre sí y reflejan diferentes corrientes del cristianismo que son mutuamente contradictorias. ¿Cómo puede decirse de cualquier libro que es inspirado y autoritativo si ese libro prohíbe el ves tir ropa tejida con hilos de dos materiales distintos (Lev. 19:19)? Pero tales trabajos, debe ser dicho gentilmente, que mientras apelan a audiencias populares y a escépticos convencidos, sencillamente no encajan con lo mejor de la literatura confesional. Por ejemplo, el asunto sobre los tejidos de materiales diferentes, que no es raro en la literatura, es enfatizado como si nadie jamás haya pensado seria mente acerca de las maneras en las cuales las estipulaciones del pacto del AT han de aplicarse a los creyentes que viven bajo un nuevo pacto.
Segundo, muchos argumentan que un resultado necesario de la bondadosa acomodación de Dios al habla humana es la introducción de un error. Errar es humano; los documentos bíblicos son humanos. Por lo tanto, resultan ser tan poco fiables como son los seres humanos. Pero tal apreciación de la Escritura no sólo niega la convicción y juicio de Jesús y de los escritores del NT, sino que se fundamenta en una lógica desgastada. Sin duda que es verdad que a este lado de la caída “errar es humano”; eso no significa necesariamente que ser un humano implique errar en toda ocasión y en todo lo que se dice. Que el soberano y trascendente Dios se haya acomodado gentilmente al lenguaje humano es una hermosa verdad. No obstante, es a este hablar acomodado al cual se hace referencia como palabra o palabras puras del Señor (Sal. 12:6) y tratadas por Jesús mismo como Escrituras que no pueden ser quebradas.
En tercer lugar, los católicos romanos tradicionales, aunque sostienen la inspiración y la autoridad de la Biblia, niegan que ésta sea suficiente como única regla de fe y de práctica. Antes de la palabra escrita vino la tradición oral, y esta tradición continúa al lado de la palabra escrita en el oficio magisterial de la Iglesia Católica Romana. Los efectos son sustanciales; una doctrina como la de la inmaculada concepción de María, no enseñada en las Escrituras, puede imponerse como algo que todos los católicos leales tienen que creer. Recíprocamente, doctrinas que muchos no católicos encuentran en las Escrituras pueden ser descartadas o disminuidas en importancia por la autoridad de la iglesia. El tema es muy complejo para ser tratado aquí.
En cuarto lugar, en una manera que característicamente va más allá de cualquier cosa que Karl Barth, el padre de la neoortodoxia, habría sostenido, algunos teólogos neoortodoxos insisten en que la Biblia, en cuanto a su forma, es sencillamente uno más entre los libros religiosos; aunque sea uno importante, no está exento de errores grandes y pequeños. No es verdad en el sentido que lo que di ce, Dios lo dice. Más bien, la Biblia es verdad en cuanto al hecho de que Dios trabaja a través de ella para revelarse a sí mismo a los individuos. Llega a ser la Palabra de Dios cuando el Espíritu Santo la ilumina al individuo. Esta inspiración e iluminación nuevamente son confundidas; o, más exactamente, la primera absorbe a la última, Ciertamente la neoortodoxia tenía razón en protestar contra una “palabra” muerta que no transformaba ni daba vida a los individuos. Pero su solución es demasiado drástica y termina negando lo que Jesús y sus primeros discípulos entendieron por Escrituras.
Quinto, varias formas de liberalismo clásico simplemente niegan cualquier  posición especial a las Escrituras. En su forma más virulenta, este pensa miento niega la existencia de un Dios personal y trascendente que invade la historia. El sobrenaturalismo es considerado imposible; Dios es reducido a la proporción de un deísmo o panteísmo. La religión de la Biblia debe ser estudiada en el marco de discusión acerca de cualquier o de todas las otras religiones, y no en otro marco. Una respuesta bien pensada a esta visión de la realidad nos llevaría más allá del propósito de este artículo. Sin embargo, lo que es claro es que esta visión rápidamente somete a las Escrituras y termina por imponerle ideas contemporáneas. Al final, la disputa va no sólo en el tema de la naturaleza de la Biblia, sino en la naturaleza y carácter de Dios.
Finalmente, el surgimiento de la “nueva hermenéutica” ha animado a muchos pensadores simplemente a dejar de lado la discusión acerca del lugar que ocupa la revelación y la autoridad. Pero como esta posición está íntegramente ligada al asunto sobre cómo la Biblia ha de ser interpretada, una breve discusión será considerada en la próxima sección.

REFLEXIONES FINALES

Algunos pueden objetar que toda esta presentación es demasiado circular. Si empezamos con nuestra concepción acerca de Dios, y desde esta perspectiva comenzamos a pensar en nuestra perspectiva sobre la naturaleza de la Biblia, debemos hacer una pausa y admitir que nuestra concepción de Dios es (en la perspectiva cristiana) tomada de la Biblia. Digamos que si comenzamos con el concepto de Jesús acerca de la autoridad de las Escrituras, ese concepto en sí está sacado de las Escrituras. El proyecto entero de construir una doctrina de las Escrituras será errado.
Este argumento toca algunas de las preguntas más complejas de cómo llegamos a “conocer” las co sas, y si ellas en verdad son “ciertas”. Aunque estos asuntos no pueden ser tratados en forma efectiva ahora, sin embargo, algunos comentarios podrían ser útiles para algunos.
Primero, hay un sentido profundo en el cual todo pensamiento humano (tal vez con la excepción de aquel que concuerda con las reglas de la lógica y está edificado sobre valores definidos, tal como muchas de las ramas de las matemáticas) es circular en un sentido. Somos criaturas finitas; sin la facultad de omnisciencia no tenemos en absoluto un fundamento seguro en el cual edificar. La afirmación cristiana es que Dios mismo, quien goza del conocimiento perfecto, provee esa base para nosotros; pero esto, de hecho, significa que el fundamento en sí debe ser tomado (en cuanto a criaturas finitas se refiere) por fe. Desde esta perspectiva, “fe” no es una opinión que obliga subjetivamente a ser comparada con otra “fe”, sino una habilidad dada por Dios para percibir a lo menos un poco de Dios y su verdad y confiar en él apropiadamente. En ningún instante esto significa negar que toda clase de  argumentos pueda ser avanzado para justificar la fe cristiana, incluyendo nuestra creencia en Dios y en la Biblia. Por el contrario, esto es admitir que tales argumentos no convencerán a todas las personas.
Segundo, aunque reconocemos que el argumento es en alguna forma circular, e insistimos en que casi todo pensamiento humano lo es también, esto no implica sugerir que la circularidad sea intrínsecamente falsa. No nos acercamos a la Biblia para ciertas pruebas sobre la naturaleza de la Biblia; por el contrario, nos acercamos a ella para recabar información. Si la Biblia no hubiera hecho afirmaciones sobre su propia naturaleza, tendríamos pocas razones para sostener la doctrina de la Biblia bosquejada aquí. Yendo más allá, los cristianos informados quisieran argumentar sobre la veracidad y la confiabilidad de las Escrituras, pero no querrán argumentar sobre la veracidad y la confiabilidad de sus doctrinas de las Escrituras. Metodológicamente hablando, ellos proceden con la creación de una doctrina de las Escrituras exactamente en la misma manera en que proceden con la creación de una doctrina acerca de Cristo. Ambas son sujetas a revisión en la medida que mayor luz se desprende de la generosa autorrevelación de Dios, que ya existe en las Escrituras.
Tercero, los cristianos inteligentes serán los primeros en admitir que hay cosas desconocidas y dificultades en la formulación de una doctrina responsable de las Escrituras. Pero esto no nos asusta; lo mismo podría ser dicho de casi cualquier doctrina bíblica: la naturaleza de Dios, el centro de la redención, la obra del Espíritu y la resurrección de los muertos. Esto no significa que nada verdadero pueda ser dicho sobre tales asuntos; por el contrario, significa que desde que todos ellos tienen que ver con un Dios trascendente y personal que no puede ser exhaustivamente conocido por criaturas rebeldes y finitas, inevitablemente quedarán misterios y áreas de lo desconocido.
Cuarto, no debemos subestimar el impacto del pecado en nuestra habilidad de pensar con claridad en estos asuntos. Un elemento sustancial en nuestra caída original fue el deseo incontrolable de autosuficiencia, de conocimiento independiente. Quisimos ser el centro del universo y esto es el centro de toda idolatría. Juan 8:45 presenta a Jesús dirigiéndose a sus oponentes con estas asombrosas palabras: “Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creéis.” Si esta es la verdad misma que asegura nuestra incredulidad, cuán profunda y trágica y abominable es nuestra perdición. Entonces no nos debe sorprender que Dios no se nos presente de una manera en que nosotros nos sintamos en control de él. Quienes demandan señales de Jesús son firmemente reprendidos, porque él sabe que responder a tales demandas implicaría someterse a la agenda de otros. Rápidamente sería domesticado, reducido a un simple genio mágico y espiritual.
Por la misma razón la sabiduría del mundo —sistema de pensamiento que provee respuesta a todo en atrayentes paquetes— de ninguna manera puede comprender la cruz de Cristo (1 Cor. 1:18–31). Cuando Dios habla del cielo, siempre habrá alguien que escuchará sólo truenos (Juan 12:29). En la misma forma, la generosa autorrevelación de Dios en las Escrituras nunca podrá ser adecuadamente declarada por quienes insisten en ser pensadores independientes: Si Dios estructurara su revelación para acomodarse a tales deseos sería condonar el pecado del cual el evangelio nos libera. Dios en su gran misericordia rehúsa condescender a nuestra pasión ilimitada de ser dioses. El ha asegurado que su propia autorrevelación será suficientemente clara para aquellos que por gracia tienen ojos para ver y oídos para oír, pero que nunca será tan rigurosamente autoevidente como los teoremas de las matemáticas donde los seres humanos controlan  todas las definiciones y las reglas de las relaciones.
Andamos por fe y no por vista.
Cómo interpretar la Biblia

EL ROSTRO CAMBIANTE DE LA HERMENEUTICA

Cuando Pablo le dice a Timoteo que procure ser alguien que “traza [interpreta] bien la palabra de verdad” (2 Tim. 2:15), lo que se asume es que es peligrosamente posible ser alguien que en forma incorrecta tra za la palabra de verdad. Y eso levanta importantes preguntas acerca de cómo interpretar la Biblia. Para acercarse a la Biblia con acierto es necesario no sólo conocer lo que es, sino también cómo “trazarla”.
“Hermenéutica” es el término que tradicionalmente ha sido aplicado a la interpretación de textos. Pero en los últimos años la hermenéutica en sí ha pasado por cambios importantes, los que son dignos de considerar con pausa para darnos cuenta  de dichos cambios. Se pueden distinguir tres etapas (aunque al final se sobreponen la una a la otra).
Primera, la hermenéutica fue entendida tradicionalmente como ciencia y arte de la interpretación bíblica: Ciencia, porque hubo importantes reglas y principios que debían ser aplicados a la tarea de la interpretación, y arte, porque demandaba juicios maduros nacidos de la experiencia y de la competencia. La tarea del intérprete fue la de entender lo que el texto decía, y esto implicaba que si dos intérpretes de igual competencia entendían las re glas de la interpretación, entonces en la inmensa mayoría de los casos su entendimiento de lo que un pasaje dice coincidiría. En esta visión de la hermenéutica, se pone mucha atención a la gramática, las parábolas y otros géneros literarios, principios para el estudio de las palabras, cómo se relacionan los temas bíblicos, etc.
Segunda, se usó “hermenéutica” frecuentemente para referirse al despliegue de una variedad de “herramientas” de la crítica literaria: Crítica de las fuentes, crítica de las formas, crítica de las tradiciones, crítica  de redacción y, recientemente, crítica de las diversas formas de narración. Si bien se lograron algunas ganancias con semejantes aproximaciones, también hubo pérdidas: Mucho del propósito de estas técnicas fue reconstruir la historia y la estructura de las creencias de aquellas comunidades creyentes particulares que están detrás del texto, en vez de escuchar el mensaje del texto.
Ambas formas de acercamiento han sido largamente eclipsadas en importancia por una tercera tendencia, la “nueva hermenéutica”. Aquí la clave importante consiste en el hecho de que los seres hu manos traen sus propios prejuicios e inclinaciones y también sus limitaciones a la tarea interpretativa hasta el punto de estar en control de la discusión. En un sentido esta observación es salu dable. Inevitablemente traemos nuestros propios elementos interpretativos con nosotros mismos; no hay tal cosa como una mente totalmente abierta. La nueva hermenéutica nos recuerda que la autoridad de la Biblia no debe ser transferida a la autoridad del intérprete, que nosotros invariablemente ubicamos nuevas piezas de información en la red ya existentes en nuestra mente (lo cual es mezcla de sensatez e insensatez), que aquello que creemos que es verdad sin duda necesita ser modificado o corregido o abandonado, que tenemos mucho que aprender, que nuestro marco de entendimiento está  separado del escritor humano de las Escrituras por barreras de tiempo, geografía, idioma y cultura.
Pero al mismo tiempo, muchos exponentes  de la nueva hermenéutica sobrepasan el límite. Ellos argumentan que toda vez que la interpretación de las personas difiere en alguna medida de las de otras, no se puede hablar legítimamente del significado del texto (como si esto fuera algo objetivo). Ellos dicen que el significado no está en el texto sino en los lectores, los intérpretes, del texto. Si las diferentes interpretaciones son legítimas, en tonces no se puede hablar de la interpretación correcta, o la interpretación verdadera; ellos piensan que tales expresiones terminan en afirmaciones de preferencia personal. Si ninguna interpretación en particular es correcta, entonces todas las interpretaciones son erróneas (lo cual conduce al nihilismo hermenéutico conocido como “desconstruccionismo”), o todas son igualmente “correctas”; p. ej. todas son bue nas o malas en la medida que satisfacen o cumplen con las necesidades de una persona en particular, o comunidad, o cultura; o simplemente satisface cierto criterio arbitrario. En esta corriente, estos proponentes de la nueva hermenéutica aceptan diferentes “lecturas” de las Escrituras: una lectura sub-Sahara del Africa negra, una lectura de la teología de la liberación, una lectura feminista, una lectura protestante anglosajona, una lectura católico romana, una lectura homosexual y así sucesivamente. Alineada con el poderoso respeto contemporáneo que la cultura occidental le asigna al pluralismo, esta nueva hermenéutica considera que ninguna interpretación es inválida excepto aquella que declara ser la correcta haciendo a las otras incorrectas.
Los temas en torno a la nueva hermenéutica son tan complejos que no pueden ser tratados satisfactoriamente aquí. Es importante reconocer que este acercamiento al conocimiento gobierna mucho de la agenda no sólo en la interpretación bíblica contemporánea sino también en las disciplinas de la historia, literatura, política y en otras tantas áreas más. A pesar de sus muchas contribuciones valiosas, la nueva hermenéutica tiene que ser encarada en muchas áreas. Intuitivamente, hay algo débil en una teoría que propone la relatividad de todo conocimiento alcanzado por la lectura, mientras que, al mismo tiempo, produce un sin número de materiales que insisten en lo correcto de su posición. Insistir que todo significado descansa en quien conoce y no en el texto, y entonces escribir textos para probar el punto, es casi increíblemente contradictorio en sí mismo.  Peor aun, la teoría en esta for ma asume que la intención del autor no es confiablemente expresada en el texto. Esto levanta una impenetrable barrera entre el autor y el lector, y lo llama “texto”. La ironía es que esas ideas están es critas por autores que esperan que sus lectores entiendan lo que ellos dicen, autores que escriben lo que ellos entienden y esperan que sus lectores serán persuadidos por su razonamiento. Con franqueza, se desea que tales autores pudiesen extender la misma cortesía a Moisés, Isaías y Pablo.
Aun si seres humanos finitos no pueden alcanzar un conocimiento exhaustivo del texto (o de cualquier otro asunto), es difícil ver por qué ellos no pueden ganar conocimiento verdadero. Aun más, el hecho de nuestras diferencias es más fácil de       absorber cuando es puesto contra el trasfondo de nuestra herencia común; todos nosotros hemos sido creados a la imagen de Dios, quien sólo goza del conocimiento perfecto y exhaustivo. Suponer que podamos alcanzar conocimiento de todas maneras como el de Dios sería idolatría; sin embargo, no es razón para pensar que no podamos obtener ningún conocimiento objetivo.
En verdad, hay maneras de pensar sobre la adquisición de entendimiento del texto que nos ayudan a ver un poco cómo funciona el proceso. Sin duda, un lector puede ser ampliamente controlado por inclinaciones personales y agendas rígidas cuando se acerca primero a las Escrituras (el texto que nos ocupa aquí), y por lo tanto “encontrar” en el texto toda clase de asuntos que el autor (y el Autor) no tuvo la intención de poner en éste; o, por el contrario, él o ella no vea muchas de las cosas que de hecho están presentes allí. La totalidad del bagaje mental del lector, lo que los modernos llaman “el horizonte de entendimiento del lector”, puede estar tan distante del horizonte de enten dimiento del autor como está expresado en el texto, que pueden ocurrir muchas distorsiones importantes.  Pero es posible que el lector leerá y volverá a leer el texto, aprenderá algo del lenguaje y la cultura de los autores, descubrirá qué elementos de su propio bagaje deben ser marginados, y gradualmente “fusionará” su horizonte de entendimiento con aquel que se encuentra en el texto (para usar la jerga actual).  Otros hablan de la “espiral hermenéutica”, en donde el intérprete se aproxima progresivamente al significado del texto.
Si la nueva hermenéutica es tratada de esta forma, hay considerables ganancias que pueden beneficiar a la iglesia. Esto nos recuerda que la revelación verbal de Dios a nosotros en las Escrituras no sólo ocurre en un lenguaje e idioma de culturas históricas particulares, sino que para mejorar nuestro entendimiento de la verdad objetiva que está ahí re velada es necesario regresar a esas culturas, en cuanto esto sea posible, con el propósito de minimizar los peligros de distorsiones interpretativas. Esto nos recuerda que aun si un intérprete logra cier to entendimiento real y objetivo del texto, nadie lo entenderá exhaustivamente, y otros intérpretes traerán a la luz contenido que está presente de verdad en el texto y que posiblemente no se hab ía considerado. Por ejemplo, los creyentes en Africa pueden ser más rápidos en descifrar las metáforas paulinas que se refieren al carácter corporativo de la iglesia, mientras que muchos en el Occidente lo encontrarán difícil debido a su herencia del individualismo. Los cristianos se necesitan el uno al otro; esto es tan veraz en el campo de la hermenéutica como lo es en cualquier otra área. Si hay una entrega profunda compartida para someterse a la autoridad de la revelación de Dios, y no a las modas pasajeras y agendas (académicas o de otra naturaleza) de quienes pretenden juzgar a las Escrituras, el re conocer que nadie lo sabe todo estimula la humildad y la voluntad para escuchar y aprender.
En realidad, aplicadas en forma correcta, algunas de las posturas de la nueva hermenéutica nos recuerdan que los seres humanos traen un bagaje cultural y conceptual enorme a las Escrituras que ellos pretenden interpretar.  Este hecho, aliado con la insistencia de la Biblia de que nuestro pecado y el auto enfoque idólatra nos conduce lejos de la luz (ver Juan 3:19, 20), puede llevarnos a hacernos caer de rodillas en el tardío reconocimiento de que la interpretación de la Palabra de Dios no es simplemente una disciplina intelectual, sino que también mueve los ejes morales y espirituales. En la posición de la Biblia con respecto a la relación de Dios con su pueblo, necesitamos de la ayuda del Espíritu Santo de Dios para entender la verdad tanto como necesitamos de su ayuda para vivir la verdad. En todo caso, con toda la ayuda que se nos pueda dispensar, la meta de un cristiano inteligente no es dominar las Escrituras, sino ser do minado por ella, tanto para la gloria de Dios como para el bien de su pueblo.

ALGUNOS PRINCIPIOS INTRODUCTORIOS DE LA INTERPRETACION BIBLICA
Lo que sigue a continuación es una selección de principios de interpretación, para aquellos que sostienen que un acercamiento correcto a la Biblia incluye no sólo una valoración de lo que la Biblia es, sino también un especial cuidado en cómo leerla y entenderla.

La prioridad de los idiomas originales de la Biblia

Los idiomas originales tienen prioridad. Esto es un corolario del hecho de que esta revelación ocurrió a través de individuos específicos en coyunturas históricas concretas y en idiomas humanos reales de tiempos específicos. Es verdad que los lingüistas han demostrado ampliamente que cualquier cosa que puede ser dicha en un idioma puede ser traducida a otro. También han demostrado que no todo el significado del idioma “donante” puede trans mitirse en el mismo tiempo y en el mismo espacio. Además, toda traducción implica interpretación; la traducción no es una disciplina mecánica. De manera que para aproximarse lo más cerca posible a la intención del autor, como está expresada en un texto, es mejor interponer la menor cantidad de interpretaciones posibles. Por supuesto, si uno no conoce el idioma original entonces estará siempre agrade cido por las traducciones; asimismo un intérprete pobre, que conoce los idiomas originales, puede cometer muchos más errores interpretativos que aquellos que se pueden encontrar en muchas traducciones, las cuales han sido realiza das por personas competentes. A pesar de lo intuitivamente obvio de estas afirmaciones, necesitan repetirse.
Para el predicador muy atareado o para el maestro de Biblia, esta observación tiene dos implicaciones de carácter práctico. Primera, si el tema principal de un sermón o de una lección descansa en el modo peculiar de expresión en una sola traducción particular, en la mayoría de los casos no es el punto principal del pasaje y puede que no sea jus tificado de ninguna manera. Segunda, la prioridad en los comentarios y otras ayudas interpretativas debiera ser el reflejar el trabajo en los idiomas originales, aun si la presentación (como en este comentario de un solo volumen) está preparada para lectores que no son expertos técnicos.

Algunas palabras sobre palabras

El estudio de palabras, importante como lo es en sí, tiene que considerarse con cuidado, y nunca aislado de los asuntos mayores concernientes al uso de las palabras en frases, párrafos, discursos o géneros particulares. Los léxicos (diccionarios escritos en español y que tratan las palabras del idioma original) pueden proveer un rango de significados que varios eruditos han identificado (siempre que esos eruditos tengan la razón), pero dentro de ciertas limitaciones el factor más importante para determinar el significado de una palabra es su uso en un contexto específico. Insistir en el significado de una palabra que esté relacionado con su etimología suele conducir a un error (como si la palabra candado viniera de “can” y “dado”); la única ocasión cuando la etimología llega a ser una prioridad prudente ocurre cuando la palabra utilizada tie ne un uso poco frecuente y en circunstancias un tanto ambiguas que no queda otro recurso que éste. El tratar de construir una teología basada en una sola palabra y el uso de ésta es una empresa cuestionable; predicar “etimología al revés”, en donde se afirma como significado de una palabra su desarrollo posterior o sus análogas (tal como la afirmación que dúnamis, poder, llama a la mente la palabra “dinamita”, palabra que aún no había sido inventada cuando el NT fue escrito), en el mejor de los casos es un anacronismo, en el peor de los casos es ridículo. Por otro lado, el intentar usar el rango semántico total de una palabra cada vez que ésta se usa (como sucede con la Versión Ampliada de la Biblia) es fallar en el entendimiento del funcionamiento del lenguaje.
A pesar de las advertencias, una exégesis seria estará más interesada en cómo las palabras son usadas por ciertos autores bíblicos, y en otros libros bíblicos. Así como el significado de frases y discursos moldea el significado de las palabras, así también el significado de las palabras moldea el significado de las frases o de los discursos; en el idioma, todo es una unidad. Es de mucho valor tra tar de encontrar lo que significan ciertas palabras en gr. o heb., y que están detrás de muchas palabras en nuestras Biblias, especialmente aquellas que tienen un peso teológico importante, p. ej. expiación, Mesías (Cristo), verdad, apóstol, pecado, cabeza, resurrección, espíritu, carne, ley y un sinnúmero de otras más. Aun si el estudio personal confirma lo que fuentes secundarias dicen, la disciplina en sí es valiosa. Esta no sólo provee un grado de familiaridad con las Escrituras que difícilmente se lograría de otra forma, sino que recuerda a los cristianos que Dios ha escogido revelarse a sí mismo en discursos, frases y palabras.

La importancia de llegar a ser un buen lector

Es esencial desarrollar sensibilidad literaria o, para expresarlo en otras palabras, llegar a ser un buen lector.
En el micro nivel, incontables indicadores literarios sirven como señales para alertar al lector. Las “inclusiones” comienzan y terminan una sección con palabras similares o idénticas con el propósito de destacar la importancia de ciertos temas. Así el tema de las bienaventuranzas (Mat. 5:1–10) comienza y termina con la misma recompensa (“porque de ellos es el reino de los cielos”), de esta mane ra establece que las bienaventuranzas fijan las normas del reino. El cuerpo del Sermón del monte se inicia con las palabras: “No penséis que he venido para abrogar la Ley o los Profetas” (Mat. 5:17), y concluye diciendo: “Así que, todo lo que queráis que los hombres hagan por vosotros, así también haced por ellos, porque esto es la Ley y los Profetas” (Mat. 7:12). Esta “inclusión” sugiere que el Sermón del monte es, entre otras cosas, una exposición de las Escrituras del AT (“la Ley y los Profetas”) a la luz de la venida de Jesús y lo que estas significarán en la vida de sus seguidores. La poesía hebrea está menos interesada en la rima o incluso en el ritmo que en el paralelismo de diferentes variedades (ver también el artículo “La poesía en la Biblia”). En el Salmo 73:21, 22

De veras se amargaba mi corazón,
y en mi interior sentía punzadas.
Pues yo era ignorante y no entendía;
yo era como un animal delante de ti.

la segunda línea repite el contenido de la primera, con otras palabras; la cuarta línea hace lo mismo en relación con la tercera. Esto se conoce como paralelismo sinónimo. Las líneas 3 y 4 toman el pensamiento de las líneas 1 y 2. Esto se llama paralelismo progresivo. En otras partes uno encuentra el paralelismo antitético (como en Prov. 14:31):

El que oprime al necesitado afrenta a su Hacedor,
pero el que tiene misericordia del pobre lo honra.

De hecho hay muchas más estructuras complejas de paralelismo. También hay quiasmos, en donde  dos o más líneas van al centro y luego hacia afuera. Estas pueden ser muy elementales, o complejas tales como en Mat. 13:

1 la parábola del sembrador (13:3b–9)
2. intermedio (13:10–23)
(a). sobre el propósito de las parábolas (13:10–17)
(b). explicación de la parábola del sembrador (13:18–23)
3. la parábola del trigo y la cizaña (13:24–30)
4. la parábola del grano de mostaza (13:31, 32)
5. la parábola de la levadura (13:33)
Pausa (13:34–43)
—. parábolas como cumplimiento de las profecías (13:34, 35)
—. la parábola de la cizaña explicada (13:36–43)
5´. la parábola del tesoro escondido (13:44)
4´. la parábola de la perla de gran precio (13:45, 46)
3´. la parábola de la red (13:47, 48)
2´. intermedio (13:49–51)
(b´). la parábola de la red explicada (13:49, 50)
(a´). entendimiento de las parábolas (13:51)
la parábola del escriba instruido (13:52)

Se debe reconocer que los quiasmos están más bien en el ojo del lector que en el texto mismo. Si los elementos llegan a ser demasiado complejos, o los paralelos son decididamente forzados, uno razonablemente debe preguntarse si el sistema está presente o no. Por otro lado, algunos intérpretes, cansados con largas listas de quiasmos que no convencen, desestiman con mucha facilidad aquellos que realmente están presentes. Con frecuencia se ha demostrado que quienes hablaban idiomas se míticos comúnmente usaron este sistema como parte de su modelo de hablar, de modo que uno no debería ser tan escéptico. Ciertamente, hay muchos casos inciertos; en verdad muchos expositores no estarán persuadidos con el ejemplo dado anteriormente. Tal vez valdría la pena aventurarse con un ejemplo un poco más sencillo; éste está basado en Mat. 23:13–32:

1 Primer ¡ay! (13): fracaso en reconocer a Jesús como Mesías
2. Segundo ¡ay! (15): celo superficial, haciendo mas daño que bien
3. Tercer ¡ay! (16–22): mal uso de las Escrituras
4. Cuarto ¡ay! (23, 24): falta fundamental en discernir la confiabilidad de las Escrituras
3´. Quinto ¡ay! (25, 26): mal uso de las Escrituras
2´. Sexto ¡ay! (27, 28): celo superficial, haciendo mas daño que bien
Séptimo ¡ay! (29–32): herederos de aquellos que fallaron en reconocer a los profetas.

De hecho, lo que los quiasmos logran es conducir el enfoque del lector al centro, esto es, la falla fundamental de discernir la confiabilidad de las Escrituras, uno de los temas centrales en el Evangelio de Mateo.
Tal vez, aun más importante es la habilidad para entender la forma como funcionan las grandes estructuras, especialmente la naturaleza del género literario. La literatura sapiencial no es como la ley; digamos que leer Proverbios como si ofreciera juicios en casos legales, es ridiculizarlo (cf. Prov. 26:4, 5). En el NT la palabra “parábola” puede referirse a un proverbio (Luc. 4:23), un dicho profundo (Mar. 13:35), un símbolo o una imagen no verbal (Heb. 9:9; 11:19), una comparación ilustrativa, ya sea sin forma de historia (Mat. 15:15; 24:32) o con una historia (Mat. 13:3–9, las así llamadas parábolas narrativas). Quienes tratan las parábolas piensan sólo en parábolas narrativas, principalmente porque hay muchas de ellas en los primeros tres Evangelios, y dan principios para la interpretación de (tales) parábolas. Ciertamente todos concuerdan con que en el caso de las parábolas narrativas no se necesita preguntar si la historia realmente sucedió.
En la misma manera, debemos preguntar cómo lo apocalíptico debe ser entendido,  qué es un “Evangelio”, cómo funcionaron las epístolas en el primer siglo. Joás dijo una fábula (2 Rey. 14:9); ¿es correcta la crítica moderna cuando al libro de Jonás se le clasifica como una “fábula”? No, esto es un error de categoría literaria. Una fábula relata una historia de animales o de otras formas de vida no humana con el propósito de dejar una enseñanza moral; no se mezcla con los seres humanos. El esfuerzo de Joás califica; el libro de Jonás no. Con la información ampliada podemos preguntar qué significó midrash y otras categorías de literatura del primer siglo. Todos los estudiantes de la Biblia lucharán con el significado de pasajes tales como Gál. 4:24–31. El asunto es que la verdad se transmite en diferentes maneras en diferentes géneros lite rarios. Quien piensa que Jeremías está hablando lit. en Jer. 20:14–18 tendrá mucha dificultad en explicar algunos asuntos. Sería mejor escuchar la afrenta misma del lamento.
Por sobre todo, una buena lectura va con el fluir de las palabras escritas. Y aunque siempre vale la pena meditar en palabras y frases (especialmente en discursos), aun así el significado de esas palabras está determinado por su contexto. Un buen lector con diligencia se esforzará por darle sentido a la fluidez del argumento. (La excepción ocurre cuando hay una lista de proverbios, aun cuando muchos de ellos están arreglados temáticamente.) Esto no es menos verdad en el caso de la narrativa que en el caso del discurso. Muchos de los lectores casuales de los Evangelios piensan de éstos como relatos desconectados. Sin embargo, una lectura más cuidadosa permite descubrir que hay temas interrelacionados con otros temas. Por ejemplo, uno podría preguntarse cómo Luc. 10:38–11:13 es una unidad. Una segunda lectura muestra que estos versículos revelan un análisis de por qué hay tan poca oración y lo que hoy en día podríamos llamar espiritualidad; una distorsión de prioridades y valores (10:38–42); una falta de conocimiento y de buenos modelos (11:1–4); y una necesidad de seguridad y per severancia (11:5–13).  En manera semejante, esta sección entera de Lucas hace su propia contribución a la continuidad mayor del contexto.

Los contextos inmediatos y mediatos

El contexto inmediato, por lo general, toma precedencia sobre el contexto mediato y los paralelos formales.  Por ejemplo, en Mat. 6:7 Jesús advierte a sus seguidores: “no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que serán oídos por su palabrería”; en Luc. 18:1–8 Jesús les dice a sus discípulos: “una parábola acerca de la necesidad de orar siempre y no desmayar”. Esto no reducirá el impacto de uno de estos pasajes al citar al otro. La prohibición en Mateo tiene sentido en su contexto; el dicho confronta una religión que es sólo formal, o que piensa que puede sacar ventajas de Dios al tratar de ser más exigente. Con su bien conocido interés en la oración, Lucas nos cuenta mucho más de la vida de oración de Jesús, y en el cap. 18 algo de sus enseñanzas diseñadas para reprender a aquellos cuya piedad no es apasionada ni persistente.
De las muchas interpretaciones de Juan 3:5, donde Jesús le dice a Nicodemo que si no nace “del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”, una de las más populares es aquella que agrega Tito 3:5, 6 que habla “de Dios nuestro Salvador” que “nos salvó... por medio del lavamiento de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador”. Que existen paralelos conceptuales y verbales nadie lo podrá negar.  Ahora bien, Juan 3:5 no sólo fue escrito por otro autor, sino que es atribuido a Jesús durante su encarnación. Más importante aun es que en el contexto inmediato Nicodemo es reprendido por no entender lo que Jesús estaba diciendo (3:10), presumiblemente en el plano de ser un maestro reconocido de las Escrituras y, por lo tan to, saber lo que las Escrituras dicen. Una combinación de estos y otros factores conducen a muchos comentaristas, y con razón, a ver en Juan 3:5 una referencia al cumplimiento anticipado de Eze. 36:25–27. Esto concuerda con la expectativa de que Jesús bautizaría con el Espíritu, un tema ya tratado en este Evangelio (Juan 1:26–33).
Por supuesto, cualquier texto está rodeado por círculos concéntricos expandidos de contexto. No es un asunto fácil de determinar sobre cuán grande puede ser el contexto estudiado en relación con cualquier punto. Ciertamente el estudio de palabras debiera comenzar en el texto (p. ej. cómo Marcos hace uso del término, antes de preguntarse cómo Lucas, Pablo, el NT, y finalmente el mundo helénico lo usaría).
Algunos indicadores contextuales son importantes en el movimiento de capítulo en capítulo.  Por ejemplo,  aunque según Mateo las palabras con que se hace referencia al ministerio de Juan el Bautista y al de Jesús, respectivamente, son idénticas (“Arrepent íos, porque el reino de los cielos se ha acercado”, Mat. 3:2; 4:17), sus contextos inmediatos dan a ambos un tono un tanto diferente. El de Juan el Bautista es dicho en la connotación de las palabras de Isaías que muestra a Juan preparando el camino para Jesús; las de Jesús están dichas con la connotación de las palabras de Isaías que muestran a Jesús dando cumplimiento a la promesa de traer luz a los gentiles. Así Juan el Bautista está principalmente anunciando lo que impide el arribo del reino de los cielos; Jesús está anunciando su inauguración. Esto es consecuente con los temas a través de Mat. (y también en los Sinópticos). Al mismo tiempo, en otros casos es de ayuda unir los temas y las expresiones técnicas en los diferentes lugares a través del canon, pero a esto nos referiremos más adelante.

La función de la “analogía de la fe”

Apelar a la “analogía de la fe”, aunque útil, siempre se ha de hacer con algo de cautela. Como se usa en la teología protestante, esta apelación argumenta que, si cualquier pasaje es ambiguo, éste debe ser interpretado en línea con las grandes “cosas dadas” del cristianismo bíblico; nunca debe ser interpretado en tal forma que comprometa esas “cosas dadas”. Seguro que en un sentido es una buena ad vertencia, toda vez que la mente de Dios está detrás de todas las Escrituras. Sin embargo, hay muchos peligros inherentes en una aplicación irracional de la “analogía de la fe”. Primero, el intérprete caería en un anacronismo. Dios no le entregó toda la Biblia a su pueblo de una sola vez. Hay una revelación progresiva, y leer el todo, aplicándolo a un pasado remoto, comprometería seriamente la parte que corresponda analizar, y de esa manera, p. ej., se puede diluir el verdadero significado de la historia de la redención. Por ejemplo, imponer una bien desarrollada doctrina paulina sobre el Espíritu Santo en cada pasaje en donde aparece “Espíritu” en el libro de Sal., sin dudas que generará interpretaciones erróneas.
En segundo lugar, el alcance teológico del intérprete, su “teología sistemática” (porque todos nosotros quienes leemos y enseñamos las Escrituras desarrollamos cierta síntesis, ya sea que la llamemos “teología sistemática” o no), puede adolecer de ciertas fallas en muchos de sus postulados, sin que se logren discernir con claridad. La razón es que esta síntesis en sí, esta teología sistemática, se transforma en una forma de controlar la manera como interpretamos las Escrituras, bajo el disfraz de servir como “analogía de la fe”.
En tercer lugar, muchos cristianos interpretan  pasajes favoritos de las Escrituras, y esos pasajes llegan a ser una especie de “canon en el canon”, que sirve como piedra angular en la cual descansan los otros pasajes. Este canon interno llega a ser, para muchos cristianos, el mejor resumen de “la fe”. Esto puede conducir, p. ej. a una lectura caprichosa de Stg. 2:14–26 sobre la base que Pablo en Rom. 4 y Gál. 3 pareciera decir algo diferente, y a la perspectiva de Pablo se le da prioridad casi en forma automática.

El valor de la información del trasfondo histórico y arqueológico

Dado que hay tantos referentes históricos en el texto bíblico, es totalmente apropiado buscar, en ese trasfondo, información relevante donde esa información sería compartida por el autor humano y los primeros lectores. También esto es una función del hecho de que la Biblia está históricamente condicionada. Cuando Isaías escribe: “En el año que murió el rey Uzías...” es de mucha ayuda encontrar en los libros de Rey. y Crón. lo que se dice del rey Uzías, porque esto contribuye a nuestro entendimiento de lo que Isaías está diciendo; y después de todo el mismo tipo de información estuvo presumiblemente disponible (si no exactamente en esa forma) tanto para Isaías como para sus primeros lectores. Mucho se ha escrito, y sin sentido, con respecto a las palabras del Cristo exaltado a los laodicenses: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!” (Apoc. 3:15). Muchos han argumentado que esto significa que Dios prefiere gente “que es espiritualmente fría” antes que aquella que es “espiritualmente tibia” aunque su primera preferencia es por los “es piritualmente calientes”. Hay explicaciones ingeniosas que se ofrecen para defender la proposición de que frialdad espiritual es un estado superior al de la tibieza espiritual.
Todo esto puede ser cómodamente abandonado cuando responsablemente la arqueología ha hecho su contribución. Laodicea formaba parte del valle de Lico,  junto con otras dos ciudades mencionadas en el NT.  Colosas era la única ciudad de ese valle que disfrutaba de torrentes de agua fresca y fría; Hierápolis era conocida por sus aguas termales y llegó a ser un lugar al cual la gente concurría para disfrutar de sus restauradores baños. Por contraste, Laodicea tenía agua que no era ni fría ni caliente y, por ende, de poca utilidad; era agua tibia, compuesta de químicos y con reputación internacional de producir náuseas. Esto nos trae a la afirmación de Jesús con respecto a los cristianos de esta ciudad: Ellos no eran útiles en ningún sentido, eran simplemente sin sabor, que producían tal aversión que él les vomitaría. La interpretación sería suficientemente clara para cualquiera que viviera en el valle de Lico en el siglo primero; esto toma una simple información del trasfondo para hacer una interpretación correcta en nuestros días. Igualmente, un conocimiento de ciertos modelos sociales antiguos puede arrojar bastante luz en ciertos pasajes, como sería en el caso de la parábola de las diez vírgenes (Mat. 25:1–13).
Cuando los intérpretes y traductores se preguntan cómo los primeros lectores pudieron entender un pasaje, simplemente no se están haciendo una pregunta hipotética, difícil de responder (toda vez que no tenemos acceso a sus mentes). Por el contrario, esta es una manera simple de lograr una serie de preguntas secundarias: ¿Cómo fueron entendidas esas palabras en ese tiempo? ¿Cuáles eran los asun tos y temas de mayor relevancia? ¿Qué clase de marco conceptual confrontaría el texto bíblico? Hacerse estas preguntas no necesariamente significa que uno habrá de encontrar siempre las respuestas correctas. Algunas veces uno puede inferir respuestas responsables a partir de lo que se refleja en el texto. Por ejemplo, es obvio que Pablo se está oponiendo a ciertas personas en su epístola a los Gál., y algunas de las cosas que sostienen esos oponentes son razonablemente claras. Algunas veces la evidencia es más difícil de identificar, pero aun así vale la pena investigarla. Cuán eficazmente puede ser presentada 1 Jn. a una congregación en el día de hoy, lo cierto es que fue escrita con el propósito de ofrecer seguridad a los creyentes a fines del pri mer siglo quienes estaban pasando por un periodo de dudas debido a la separación de un grupo divisionista (1 Jn. 2:19). Si concluimos que este grupo abrazó cierta forma de protognosticismo (acerca del cual conocemos bastante a partir de material extrabíblico), una serie de otros asuntos, y que están en la epístola, serían más claros.
Nada de esto pone en peligro la suficiencia y claridad de la Biblia, porque en nada estos juicios han alterado su propósito principal. Pero dado que la Biblia nos fue dada de pura gracia por Dios en una larga serie de contextos históricos específicos,  puede arrojarse luz significativa sobre un pasaje si pacientemente escudriñamos dichos contextos.

La importancia de hacer las preguntas correctas

Es importante hacer muchas preguntas acerca de un texto, y también aprender a distinguir las preguntas no apropiadas.
Desde la perspectiva positiva, en el caso de la narrativa siempre será válido formular aquellas preguntas que consideramos elementales: cuándo, dónde, a quién, cómo, por qué, por cuánto tiempo, etc. Por sobre todo, es importante preguntar cuál es el tema y el propósito de la unidad del texto en el cual se está trabajando, y cómo las diferentes par tes del texto hacen su aporte tanto al punto como al tema dominante.  A menudo es válido preguntarse acerca de los temas secundarios que están presentes. A veces es necesario hacerse la pregunta sobre un término o una frase usada por el autor, p. ej. ¿por qué Pablo usó esta palabra en este contexto cuando podría haber usado otra?
También es fácil hacer preguntas no apropiadas. Por ejemplo, si uno pregunta: “¿Qué dice el pasaje acerca de la seguridad del creyente?”, cuando el tema está remotamente presente en el texto, uno puede “encontrar” respuestas que no están ahí. Una de las mejores señales de madurez interpretativa es la clase de preguntas de autocrítica y reflexivas que se hacen acerca del texto y que luego “escucha” lo que se está diciendo a tal punto que las mismas preguntas son progresivamente perfeccionadas, descartadas o corregidas. Este es un componente muy importante para llegar al significado del texto.

La unidad de la Biblia

Es importante ubicar un pasaje en su lugar dentro de la historia de la redención. Por supuesto, los eruditos que piensan que todos los libros de la Biblia deben ser tratados separadamente, porque no perciben una mente detrás del todo, simplemente no le dan mucha atención a este principio. No obstante, para quienes se acercan a la Biblia en la manera en que lo proponemos es simplemente lectura responsable. Esto significa más que organizar el material histórico de la Biblia en una forma cronológica, aunque no significa menos. Esto significa tratar de entender la naturaleza teológica de la secuencia.
Una de las avenidas de estudio más útil en este sentido es cómo escritores posteriores de las Escrituras se refieren a quienes les precedieron. Por ejemplo, uno de los títulos importantes asignados a Jesús en el Evangelio de Mat. es “Hijo de Dios”. En el bautismo de Jesús, la voz del cielo declara: “Este es mi Hijo amado...” (3:17). Inmediatamente Jesús es conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado. Allí él pasa 40 días y 40 noches en un ayuno difícil. El primer atentado de Satanás comienza con la mofa: “Si eres Hijo de Dios...” (4:3). Jesús respondió con las palabras que se encuentran en Deut. 8  que primero se aplicaron a Israel. A estas alturas es casi imposible no recordar que tan temprano como fue escrito Exo. 4  Dios ya se refiere a Israel como su hijo. Como hijo de Dios, Israel pasó 40 años en el desierto siendo enseñado pero fallando en el aprendizaje de que “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deut. 8:3; Mat. 4:4); Jesús, el verdadero Hijo, pasa ahora 40 días en el desierto y demuestra que él ha aprendido aquella lección. En verdad, el pasaje entero está entrelazado con temas que corresponden al período del éxodo, y a través de éste Jesús es presentado como el “hijo” que Israel nunca fue: obediente, perseverante, sumiso a la palabra de Dios; en otras palabras, el lugar del verdadero Israel. Esto llega a ser el tema principal en el Evangelio de Mat.
En una forma similar, los lectores cristianos pronto se dan cuenta de la forma en que Pablo maneja el tema de la ley, o que Heb. se refiere al sistema de sacrificios, y cómo el Apoc. constantemente alude a Dan. y Eze., para mencionar solo algunas de las conexiones textuales entre los libros del antiguo pacto y los del nuevo pacto. La perspectiva de la historia de la redención siempre debe estar en mente. Así, mientras se trata Exo. 4 dentro de su propio contexto, el maestro cristiano y el predicador se sentirán obligados a dar algunas indicaciones hacia dónde apunta el tema del “Hijo de Dios” en el eje central de la generosa autorrevelación de Dios.  Evitar tanto el anacronismo (que lee lo último en lo primero) como el atomismo (que rechaza considerar las conexiones en el canon) ayudará al cristiano a aprender con grandes anhelos en qué manera, como insiste el Evangelio de Juan, las Escrituras hablan de Cristo.
En pocos puntos este ejercicio disciplinado es más desafiante que en la interpretación de los Evangelios.  A primera vista, los Evangelios describen la vida, ministerio, muerte y resurrección de Jesús, antes de su ascensión, el descenso del Espíritu y la formación de una iglesia internacional, multicultural e interracial. Por otro lado, los Evangelios fueron escritos claramente varias décadas después que estos eventos transcurrieron, por cristianos dedicados y preocupados no sólo en dar testimonio de dichos eventos, sino de responder a las necesidades e interrogantes de sus propios lectores. Hay muchas maneras por las que los cuatro evangelistas muestran sus preocupaciones con la historia y la teología, por dar testimonio que evite el anacronismo y que apunte en dirección a la enseñanza que Jesús le está entregando a su naciente iglesia. Por ejemplo, en el cuarto Evangelio Juan constantemente llama la atención a lo poco que entendieron aun los discípulos en ese tiempo. Sólo después que Jesús se levantó de entre los muertos algunas de sus enseñanzas, y sus conexiones con las Escrituras, llegaron a ser claras (p. ej. Juan 2:19–22). El que Juan llame la atención a este hecho refleja su preocupación por ser veraz tanto con lo que efectivamente ocurrió como con el significado de ello para la siguiente generación de creyentes.
El manejar los Evangelios sensiblemente significa, entre otras cosas, que no podemos tratar a los primeros cristianos llegando a la plenitud de su fe exactamente como llega la gente de hoy a la fe. En el caso de los primeros cristianos, para llegar a la plenitud de su fe cristiana tuvieron que esperar hasta el próximo evento principal de la historia de la redención: la cruz y la resurrección del Señor Je sucristo. De modo que sus pasos en la fe no pueden ser exactamente como los nuestros, porque nosotros miramos a esos eventos hacia atrás mientras que ellos tuvieron que esperar que sucedieran. Eso significa que nunca debemos enseñar y predicar de los Evangelios como si hubieran sido escritos sólo para dar perfiles psicológicos en el discipulado, como si fueran manuales ejemplares de “cómo hacer” en la vida cristiana (aun cuando proveen un riquísimo material para ello). Más bien, son como libros que nos dicen cómo logramos llegar desde allá hasta acá; pero sobre todo el énfasis de ellos es quién es Jesús, por qué vino, cómo y por qué fue tan malentendido, có mo sus enseñanzas y vida le condujeron  a la cruz y a la resurrección, por qué él es  digno de toda confianza, el propósito de su misión y mucho más. Y en la medida que nos enfocamos en el mismo Jesucristo, somos llamados a un discipulado en el cual confiamos y somos hallados fieles.
Por supuesto, lo que se presenta es el hecho de cómo la Biblia está unida. Esto no es para sugerir que estos sean temas fáciles. Escuelas enteras de interpretación se han edificado alrededor de varios esquemas en los cuales unos pocos principios irreducibles han llegado a ser el punto de apoyo sobre el cual todo el resto de la evidencia tiene que girar. Pero ese hecho debe llevarnos no a la desesperación, sino al reconocimiento de que las conexiones interbíblicas son muchas y variadas y que todavía hay mucha luz que debe emerger del estudio de la Palabra de Dios.

Intentando un balance bíblico

La síntesis teológica es importante, pero la síntesis engañosa es errónea y peligrosa. Muchas veces se ha observado que gran parte de la ortodoxia descansa en relacionar correctamente pasajes con pa sajes y verdad con verdad. Esta observación es tanto un llamado al trabajo cuidadoso como una advertencia contra el reduccionismo. El balance bíblico es una meta importante. Para empezar, evitaremos toda aproximación a una interpretación que se tome de un punto esotérico de un pasaje aislado y oscuro (p. ej., 1 Cor. 15:29) para establecer el marco básico que nos permita interpretar las Escrituras. Si la tendencia política de nuestra época fa vorece la política centrada en un tema, y en ocasiones el cristianismo centrado en un tema, los lectores serios de la Biblia deben pensar en forma más amplia. Ellos querrán enfatizar lo que la Escritura en fatiza, y concentrarse en los temas más importantes y en los temas ciertos de la autorrevelación generosa de Dios.
En ninguna parte  son más importantes las advertencias en contra de las síntesis falsas que cuando la Biblia trata temas que abiertamente invocan misterio. No podemos comprender todo acerca de Dios; si pudiéramos entonces seríamos Dios, y aun la pretensión que tenemos  a semejante derecho no sólo revela nuestra condición de perdidos, sino que además revela nuestro pobre concepto de nosotros mismos. Dios está más interesado en nuestro amor, fiel obediencia y adoración que en nuestro coeficiente intelectual. Por lo tanto cuando nos topamos con pasajes tales como Juan 5:16–30, en el cual se articula poderosamente la relación de Jesús, el Hijo de Dios, con su Padre, o Rom. 9, en el cual sin vaci lar se usa un lenguaje fuertemente predestinatario, la importancia de reconocer las limitaciones de la evidencia y aun de las mayores limitaciones de nuestro entendimiento de éstas es un importante elemento en la tarea interpretativa.
En honor de la simplificación, se ha dicho poco sobre la exploración de cómo se han manejado estos temas a través de la historia de la iglesia. En verdad, es muy importante reconocer que, tal como el intérprete no se acerca a las Escrituras en blanco y por lo tanto debe estar alerta a sus propias evidencias, también es verdad, irónicamente hablando, que una de las grandes ayudas en libe rarnos de la esclavitud ciega a nuestras ideas prefijadas, es la lectura cuidadosa de la historia de la interpretación. Tal lectura nunca debe usurpar el lugar de la lectura de las Escrituras; es posible llegar a ser tan experto en el uso de opiniones secundarias que uno nunca escudriñe el texto mismo de las Escrituras. Sin embargo, cuando uno ha notado la advertencia, es importante, en la medida que seamos capaces, entender cómo los cristianos antes de noso tros han luchado con la Escritura, nada menos que con los pasajes y temas más controversiales. Tal disciplina promoverá humildad, clarificará nuestras mentes de proposiciones sin garantía, evitará exponer interpretaciones erradas que desde hace mucho (y con razón) se han descartado, y nos recordará que una interpretación responsable de las Escrituras nunca debe ser una tarea solitaria.

Determinando las funciones de los temas bíblicos

Especialmente donde los temas bíblicos son complejos y están entrelazados, es importante observar el uso que la Biblia hace de tales temas, determinar sus funciones específicas y decidir seguir tal modelo bíblico en nuestra propia reflexión teológica. Por ejemplo, la Biblia nunca infiere que, porque es soberano, Dios está detrás del mal en la misma manera en que lo está del bien, o que todo esfuerzo humano es irrelevante, o que el fatalismo está ga rantizado; lejos de esto. A partir de la soberanía de Dios se infiere que la gracia prevalece (Rom. 9), que debemos confiar en Dios aun cuando no seamos capaces de ver el camino por delante (Rom. 8:28), y mucho más. Del hecho que Dios nos creó, la gente deduce que Dios es Padre de todos nosotros, y que todos somos “hermanos y hermanas”; sin duda que en un sentido es verdad. Sin embargo, permanece el hecho de que el término “Padre” aplicado a Dios en la Biblia es reservado para quienes han entrado en una relación de pacto con él; bajo el nuevo pacto, “hermanos” es aplicado a los cristianos. Si comenzamos a asociar estos términos con estructu ras de pensamiento que son muy diferentes de su uso bíblico, no pasará mucho tiempo hasta que introduzcamos en la Biblia cosas que no deben estar ahí, aun mientras nos cegamos a cosas que sí están ahí.
Para usar un ejemplo un tanto diferente, el autor de la epístola a los Heb. nos recuerda que “Jesucris to es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (13:8). Algunos cristianos celosos han deducido cosas tales como: “Jesús sanó a todos aquellos que vinieron a él en los días de su encarnación; él es el mismo ayer y hoy y por siempre; por lo tanto, él me sanará si voy a él.” Puede que Jesús lo haga o simplemente que no lo haga. El razonamiento es erróneo. ¿Podríamos decir igualmente: “Jesús caminó sobre las aguas en los días de su encarnación; Jesús es el mismo ayer, hoy y por siempre; por lo tanto él camina sobre las aguas en el día de hoy?” El asunto es que el autor de Heb. no está declarando un principio que se podría aplicar a cada una de las facetas de la vida de Jesús. El contexto de Heb. 13 nos muestra el propósito que el autor tenía en mente cuando aplicó esta verdad.

La distinción entre interpretación y aplicación
Mientras nos acercamos a la Biblia con reverencia, constantemente debemos distinguir entre una interpretación responsable de las Escrituras de aquellas aplicaciones que son de carácter personal o de gru po. Por supuesto que en pasajes exhortatorios la línea que diferencia entre ambas es muy fina; o, mejor dicho, es muy fácil moverse de una a la otra. A menos que preservemos un principio de distinción con facilidad caeremos en interpretaciones peligrosas. Por ejemplo, rápidamente podemos procurar saber “lo que la Biblia significa para mí”, poniendo tanto énfasis en el “para mí”, que ignoramos la distancia que hay entre nosotros y el texto, y comprometer la especificación histórica de la Biblia, y así, la naturaleza de la generosa autorrevelación verbal que Dios nos ha dado. Peor aun, una persona enfermiza que se da a interminable introspección tristemente se enfocará en aquellos pasajes cuyo tema habla de la culpabilidad humana; el extrovertido triunfalista se tomará de todos aquellos pasajes que hablan de victoria; el hedonista egoísta con su interés perso nal encontrará pasajes que hablan de la vida y el gozo. Es mucho mejor que todos los cristianos lean cada parte de las Escrituras, que la mediten en los términos dados, que disciernan, en cuanto sea posible,  su contribución a la totalidad del canon, y entonces preguntar cómo semejante verdad se aplica a ellos mismos, y a la iglesia y a la sociedad de la que ellos son parte.

La importancia de la santidad

Dado que la Biblia es la Palabra de Dios, es de vital importancis cultivar la humildad mientras leemos, promover una vida de meditación saturada de oración a medida que estudiamos y reflexionamos, procurar la asistencia del Espíritu Santo mientras tratamos de entender y obedecer, confesar el pecado y procurar pureza de corazón, motivación y de relaciones al mismo tiempo que crecemos en entendimiento. Fracasar en estas áreas pue de producir eruditos, pero no cristianos.
Por sobre todo, debemos recordar que nosotros algún día daremos cuenta ante aquel que dijo: “Pero a éste miraré con aprobación: al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra” (Isa. 66:2).
D. A. Carson
HISTORIA BIBLICA

Introducción

Para nuestros propósitos la historia bíblica puede ser definida como el trasfondo histórico de los eventos e ideas que encontramos en la Biblia. Esto significa cubrir un amplio panorama que comienza con los albores de la historia y que concluye con el período del NT. En esto, sin lugar a dudas, la  Biblia en sí es un recurso primordial. Sin embargo, tendremos que hacer uso de otras fuentes para su plementar nuestro conocimiento del mundo antiguo, tales como los descubrimientos de la arqueología y los registros escritos transmitidos de generación a generación por los pueblos de los tiempos bíblicos. Esto es importante porque la Biblia no pretende escribir una historia de su propio período como tal. Los libros de la historia bíblica nos dicen bastante, pero sus autores no nos dicen todo lo que habrían hecho, por cuanto su relato histórico tuvo específicamente propósitos religiosos.
Es importante en esta conexión ser claros sobre la relación existente entre la historia y la autoridad de la Biblia. Una buena porción de la Biblia nos relata eventos históricos, y nos muestra que Dios es el Dios que actúa en la historia. En esto, la verdad de la Biblia está ligada a la veracidad de su relato sobre la historia. La consecuencia de esto es que la investigación histórica común es relevante para con las verdades declaradas por la Biblia. Si los historiadores pudieran mostrar que los principales eventos registrados en la Biblia con respecto a Dios y su pueblo fueron sólo ficción, entonces sería imposible seguir sosteniendo una doctrina “bíblica” acerca de Dios.
Por otro lado, hay una falsa sensación en el sentido de que la Biblia puede ser puesta a la misericordia de la investigación histórica secular. Y esto es porque la investigación histórica está constantemente cambiando, y la comunidad de los creyentes no puede  esperar eternamente las decisiones de los historiadores. Como consecuencia de ello el creer y la investigación cuidadosa van juntos. La autoridad de la Biblia no depende de la validación que le pueda dar la investigación independiente; ciertamente hay muchas cosas cruciales que la Biblia nos dice y que están más allá del alcance de dicha investigación. Por esta razón, un estudio de la historia como se ha definido anteriormente es un acto de fe. No busca probar la veracidad de la Biblia sino más bien arrojar luz para entender su mundo, sus ideas y sus enseñanzas, con el propósito de fortalecer y edificar la fe.
En lo que sigue trataremos de bosquejar la historia del período bíblico, mostrando al mismo tiempo cómo se desarrolló la religión bíblica.
El período del Antiguo Testamento

COMIENZOS

La historia bíblica se inició en aquella parte del mundo donde la civilización misma  comenzó. La tierra que sería ocupada por el pueblo escogido por Dios se encuentra en el extremo oriental del Mediterráneo, en una ruta costera que permitía acceso desde Mesopotamia en el este hasta Egipto en el sudoeste. El desarrollo de la civilización se originó en el sector comprendido entre estas dos áreas. Los sumerios en Mesopotamia estaban organizados en ciudades-estados para el cuarto milenio a. de J.C., y habían desarrollado la agricultura, el comercio y la escritura. En este mismo tiempo comenzó a surgir Egipto. Los sumerios posteriores y sus sucesores, los babilonios, desarrollaron códigos legales muy sofisticados. Se destacó el del rey Hammurabi que data de la primera mitad del segundo milenio a. de J.C.  Las relaciones internacionales comenzaron a ser reguladas por tratados, fueran éstos entre iguales o entre imperios y Estados vasallos. Los heteos de Anatolia (la Turquía moderna), quienes ejercieron algo de influencia en Siria y Palestina por un tiempo en el segundo milenio a. de J.C., se destacaron por sus tratados con los pueblos a quienes sometían, como p. ej. con los asirios en la primera mitad del primer milenio a. de J.C.
En todo este desarrollo cultural la religión jugó un papel importante. Tanto la religión como la política caminaron juntas la una de la otra. Se sostiene que en esa época los diferentes aspectos de la vida eran influidos por diferentes dioses; los reyes, antes de embarcarse en cualquier empresa, consultaban los oráculos y a los agoreros quienes estaban controlados por las castas sacerdotales. El temor a los dioses dominaba la vida. Ellos debían ser servidos ya que tenían poder para destruir, quizá sin razón justificada. El interés de la religión estaba en in fluir en estos poderes impredecibles por todos los medios posibles.
Tanto la historia temprana de Israel, como la historia posterior de los judíos, e incluso la del cristianismo primitivo no pueden ser separadas de esta escena en su contexto. La geografía de Israel inevitablemente permitía relaciones con otras naciones. La tierra fue disputada una y otra vez por los grandes poderes que surgían en ese tiempo, y consecuentemente,  sus  habitantes  sufrieron,  aunque también se beneficiaron de su posición estratégica, como en los días de Salomón. Ellos fueron parte de su mundo en el sentido de que compartían muchas de las ideas y prácticas fundamentales, tales como: La creencia en Dios (o dioses), la adoración por medio de sacrificios, vida sedentaria y el nomadismo, los tratados y las guerras.
Este es el mundo que se ve reflejado en los primeros capítulos de la Biblia (Gén. 1–11). Las historias de la creación y del diluvio fueron importantes para los vecinos del antiguo Israel, y el estrecho paralelismo que existe entre Gén. y los relatos babilónicos en particular son bien conocidos (ver el artículo sobre Gén.). Ciertamente, el bosquejo básico de la historia temprana es común tanto en la Biblia como en otros documentos del mundo antiguo. Este consiste en una historia de la creación, seguida por la interrupción en la relación entre Dios y los seres humanos, y seguidamente un diluvio. (Las narrativas babilónicas más importantes que relatan estas historias son Enuma Elish [la creación] y la Epica de Gilgamesh [el diluvio].) Hay algunos que sobreviven al diluvio (Noé en el AT y Utnapishtim en Gilgamesh) y posteriormente una situación de competencia entre las naciones del mundo (representada en la Biblia por la historia de Babel en Gén. 11). El objetivo de la historia babilónica es establecer la supremacía de Babilonia sobre el resto del mundo.
La Biblia difiere del resto de los relatos antiguos en la manera como entiende estos acontecimientos.  Presenta a un solo Dios, en vez de muchos,  y afirma que él tiene un propósito para redimir a la humani dad de sus males que ellos trajeron sobre sí mismos por el pecado de los primeros seres humanos.   Dicho propósito comienza a expresarse en el pacto entre Dios y Noé (Gén. 6:18; 9:1–17). La historia temprana, como se refleja en Gén., muestra a un mundo dividido por la raza y el idioma (Gén. 10–11) y el comienzo del desarrollo de su cultura (Gén. 4:17–26). La cultura del mundo está contaminada por su empobrecido conocimiento de Dios. La frase en Gén. 4:26: “Entonces se comenzó a invocar el nombre deJehovah”, simplemente sugiere que el conocimiento acerca de Dios era primitivo. Al comienzo de la historia de Abraham (Gén. 12), la religión del mundo había establecido muchos dioses.

LOS PATRIARCAS

El término “patriarcas” se refiere a Abraham, a su hijo Isaac, a su nieto Jacob y a los 12 hijos de Jacob, quienes llegaron a ser los antepasados de las tribus de Israel. Su historia es el tema de Gén. 12–50. Se coincide en ubicarlos cronológicamente en la primera mitad del segundo milenio a. de J.C. (2000–1500), es decir, en lo que los arqueólogos llaman la edad del bronce medio. La ubicación cronológica precisa depende de la manera como son interpretadas ciertas evidencias, tanto arqueológicas como bíblicas (especialmente la fecha del éxodo desde Egipto; véase más adelante).
Sin embargo, hablando más ampliamente, el período coincide con ciertos desarrollos en la historia del antiguo Cercano Oriente de lo cual ya hemos ha blado. Este es el tiempo del primer surgimiento de la cultura babilónica, después que los sumerios comenzaron a declinar en Mesopotamia. Abraham salió de “Ur de los caldeos” (Gén. 11:31), normalmente identificada como una ciudad al sur de Mesopotamia (el sur de la moderna Iraq), y fueron a través del norte de Mesopotamia hasta Harán, y de allí bajaron hasta Palestina. De este modo, él viajó rodeando la así llamada “Media Luna fértil”, esa gastada, difícil y popular ruta desde Mesopotamia a Egipto, a la que ya también hicimos referencia. Los eruditos han tratado de ver este viaje en el contexto del movimiento migratorio de la época, es decir, el supuesto esparcimiento de los pueblos amorreos hacia el oeste, hasta Palestina. Sin embargo, esto no ha sido probado en forma satisfactoria; tampoco esto ayuda a calificar a Abraham de “nómada”, o de mercader. Lo que podemos de cir es que él fue llamado a dejar un lugar que conocía, y donde perfectamente podía llegar a prosperar, para ir a un nuevo lugar y desarrollar una nueva vida en respuesta al llamado de Dios.

Bosquejo cronológico: Antiguo y Nuevo Testamentos
El propósito de este cuadro es poner lado a lado los eventos contemporáneos, y no el desarrollo de las naciones como tampoco el progreso de las conquistas. Para una fecha alternativa del éxodo y la posesión de la tierra prometida ver la p. 256.
Todas las fechas deben considerarse “aprox. a. de J.C.”, de modo que la posible variación puede llegar a un siglo o más en 2000 a. de J.C., reduciéndose a una década para 1000 a. de J.C.   La mayoría de las fechas para la monarquía hebrea han sido citadas en doble forma, p. ej., Asa, 911/10–870/69 a. de J.C., porque el año hebreo no coincide con nuestro año civil de enero a diciembre.
Para las otras monarquías del Cercano Oriente, el espacio y la extensión no nos permiten explicación alguna de la inmensa cantidad de documentación y razonamiento que subrayan las fechas dadas a continuación, pero desde c. 900 a. de J.C. en adelante y las fechas para Asiria, Babilonia y Persia están fijadas con mucha exactitud.
Los profetas son identificados por *





En todo caso, la arqueología nos muestra cuánto el Abraham que conocemos de la Biblia fue parte de su mundo contemporáneo. Textos descubiertos en sitios mesopotámicos, especialmente en Nuzi (una ciudad hurriana del siglo XV a. de J.C.), dan evidencias de las costumbres sociales, las cuales se asemejan a acciones y eventos relatados en Génesis.  Por ejemplo, la práctica de dar privilegios adicio nales al primogénito (Gén. 25:5, 6, 32–34), la cual era ampliamente practicada en el antiguo Cercano Oriente, y la adopción que Abraham hizo de su esclavo Eliezer (Gén. 15:2).  Se debe entender, sin em bargo, que esta clase de evidencia nos da sólo un apoyo muy general al cuadro de los patriarcas que se presentan en el AT.  Abraham y su larga parentela se movieron libremente entre los pueblos habitantes de la época, como lo muestra el diálogo que sostuvo con los heteos (hijos de Het) en Hebrón (Gén. 23), pueblo que quizá estaba relacionado con el poderoso imperio de Anatolia en el norte. El fue tratado por sus contemporáneos como un hombre de carácter, incluso como “príncipe” (Gén. 23:6). En una ocasión él se involucró militarmente en la región (Gén. 14). No obstante, a su residencia en Canaán le faltó la posesión de la tierra, llegando a ser sólo un anticipo de lo que Dios tenía planeado  para el pueblo de Israel en el futuro.
La religión de los patriarcas difiere en importantes aspectos de la religión israelita posterior. Abraham mismo vino, con Taré su padre, desde Mesopotamia donde eran adorados muchos dioses (Gén. 11:31, cf. Jos. 24:2). Génesis nos dice que él encontró al Dios vivo, pero claramente la narración bíblica asume que Dios tenía más que revelar a las generaciones posteriores, particularmente en el pacto con Israel bajo el liderazgo de Moisés en el Sinaí (ver más adelante; y cf. Exo. 6:3).
Dios fue conocido por Abraham a través de muchos nombres, en donde el elemento común en todos ellos era “El”, p. ej. El Elyon, el Dios servido por Melquisedec, el rey-sacerdote de Salem (Gén. 14:18–20). De hecho, “El” era el nombre del dios principal de los cananeos, hasta que fue reemplazado por Baal después de la segunda mitad del segundo milenio a. de J.C.  Por esta causa, un número de eruditos han pensado que los patriarcas adoraron a este dios cananeo. Sin embargo, las narraciones dejan en claro que aun en esta temprana etapa, el carácter del Dios de la Biblia comienza a ser dife renciado con respecto a otros dioses. La historia del “sacrificio” de Isaac (Gén. 22) puede ser un rechazo a la práctica del sacrificio de infantes que se encuentra en alguna de las adoracio nes cananeas. Por otro lado, no se encuentra una hostilidad activa hacia la religión cananea que con posterioridad encontramos en Deut. y luego en los profetas, siendo especialmente abominable en el AT la adoración a Baal.
Los relatos en Gén. nos muestran a los patriarcas comenzando a conocer a este Dios quien se les revela en una relación personal. Esto fue expresado primero en la promesa hecha a Abraham y repetida a Isaac y Jacob (Gén. 12:1–3; 26:3–5; 28:13–15) que sus descendientes serían una gran nación y que vivirían en la tierra de Canaán. La relación tomó forma de pacto (Gén. 15:18; 17:2) y, por lo tanto, preparó el camino para la historia futura de Israel, simbolizando la vida de Israel en Canaán. Esto fue una nueva etapa en el desarrollo del pacto con Noé y que más tarde sería más desarrollado bajo Moisés.
Abraham fue el mediador del pacto que Dios hizo con él y su descendencia. Como tal, él no necesitó de un sacerdote para hacer sacrificios a su favor; él dirigió la adoración de su propia familia, inclu yendo sacrificios, diezmos y oración. Esto también forma parte de las funciones en esta etapa del desarrollo de la historia del pueblo de Dios.
Los patriarcas adoraron en diferentes lugares a través de la tierra, levantando sus propios altares, p. ej. en Mamre (Gén. 13:18) y en Betel (Gén. 35:6, 7). El que ellos mismos levantaran sus propios altares les distinguió de sus vecinos; sin embargo, no hubo una insistencia en adorar en un solo lugar, como llegaría a ser más tarde con el templo en Jerusalén. La ausencia de Jerusalén de las narraciones (aparte de su posible aparición bajo la for ma de Salem en Gén. 14) es un importante argumento en lo que se refiere a la antigüedad de los relatos patriarcales. Jerusalén aún no estaba allí.
El período patriarcal se extiende desde el llamado de Dios a Abraham pasando por las generaciones de Isaac,  Jacob y sus hijos hasta la salida de toda la familia de Jacob hacia Egipto. Desde Egipto a su tiempo emergerían como un solo pue blo yendo hacia la tierra de Canaán. Durante este tiempo, los fundamentos para la historia posterior de Israel serían echados, y éstos emergerían más plenamente bajo su más grande líder, Moisés.

EXODO Y SINAI

Como vimos en nuestra discusión del período patriarcal, se han sugerido fechas relativamente tempranas y relativamente tardías (ver diagrama en las págs. 34–36). Paralelamente, han sido propuestas para el período de José y el éxodo cronologías de alternativas tempranas y tardías, p. ej. el siglo XIX a. de J.C. y el último período de los hicsos (1700–1580), cuando el país fue tomado por los pueblos semitas, quienes adoptaron la maquinaria estatal existente y cuyos reyes llegaron a ser faraones. La fecha tardía haría del decreto del semita José altamente plausible; sin embargo, no hay certeza.
El cambio de destino de Israel en Egipto es bien conocido. Los privilegios de la tierra de Gosén fueron cambiados por la dura vida de esclavitud y la reconstrucción de las ciudades de almacenaje de Pitón y Ramesés (Exo. 1:8–11). En la narrativa bíblica esta es la característica esencial del período en Egipto, siempre recordado en el tiempo poste rior a la esclavitud misma (Deut. 4:20; 15:15). El sufrimiento y el terror propios de esta época son preservados en detalles en los primeros capítulos de Exo., p. ej. el decreto contra los hijos varones he breos (Exo. 1:22) y la amargura de la clase oprimida la que amenazó al mismo “Príncipe” Moisés (Exo. 2:14, 15). El valor de las parteras hebreas en este contexto (Exo. 1:15–21) es digno de notar, y muestra de paso una cierta pene tración hebrea en la sociedad egipcia (desde que aparentemente ellas atendían los nacimientos egipcios al igual que los hebreos); algo que también puede sugerir Exo. 12:35, 36.
El gran tamaño de la comunidad hebrea en Egipto fue una de las causas del conflicto entre el faraón y el pueblo hebreo (Exo. 1:12). Cuán numerosos llegaron a ser es difícil de determinar. Diferentes referencias indican una población de más de 600.000 varones adultos (Exo. 38:26; Núm. 1:46; 26:51), sin embargo, esto es ampliamente sostenido como imposible, y los comentaristas buscan maneras de entender en otra forma los términos usados más que en su significado literal.  G. J. Wenham, en su discusión del problema, se inclina hacia una interpretación de los números en términos de simbolismo astronómico. El punto del simbolismo fue que la promesa a Abraham (Gén. 15:5) había sido cumplida; Israel, sin lugar a dudas, era a estas alturas tan numeroso como las estrellas en el cielo.
Es en este contexto que Moisés fue llamado para guiar al pueblo a salir de la esclavitud y llevarlo a aquello que Dios les daría (cumplimiento de una parte de la promesa a Abraham). El llamado de Moisés marcó un punto crucial en la relación entre Dios y el pueblo que él había escogido, por cuanto es en este momento cuando Dios se hace más conocido para ellos, revelando su nombre personal: Jehovah (Exo. 3:14, 15; 6:3). Esto fue un importante preludio al pacto que muy pronto haría en el Sinaí.
Esto fue seguido por la confrontación de Moisés con Faraón, las plagas en Egipto (a veces vistas como fenómenos naturales, aun cuando semejante punto de vista no contradice la soberanía de Dios en los eventos), la Pascua y la salida masiva del pueblo, conocida como el éxodo. Esto culminó con la travesía del mar Rojo, presumiblemente un cuerpo de agua en la región del Delta (Exo. 7–15). La fecha del éxodo es puesta durante el reinado de Tutmosis III (según la cronología temprana) o durante el reinado de Ramsés II (según la tardía). El pueblo prosiguió, bajo el liderazgo de Moisés, hacia el Sinaí (Exo. 16–18).
Para la religión de la Biblia, el éxodo y la reunión del pueblo con Dios en el Sinaí (a veces también llamado Horeb; Exo. 3:1, y casi siempre en Deut.) son sumamente importantes. El éxodo es siempre visto como el típico y gran acto divino de liberación (Deut. 4:20; Sal. 106:6–12; Isa. 43:16, 17). Y el encuentro del Sinaí llevó a su clímax la historia del pacto que había sido introducido en Gén.  El relato básico de la entrega del pacto se encuentra en Exo. 19–24, donde las tribus estaban juntas al pie del monte Sinaí y Dios descendió delante de ellos en el mismo monte. Entraron formalmente en una relación con él, en donde Dios mismo se refi rió a sus actos pasados en favor de ellos confirmándoles su compromiso (Exo. 19:4–6), y el pueblo en respuesta expresó su voluntad de vivir según los términos del pacto (Exo. 19:8; 24:3, 7). Dichos términos están expresados fundamentalmente en los diez mandamientos (Exo. 20:2–17) y luego en una serie más detallada de leyes que le siguen (Exo. 21:1–23:33).
El pacto en el Sinaí se vuelve a repetir, en forma completa, en el libro de Deut.  (Para la relación entre las varias partes del Pentateuco, ver el artículo sobre el mismo.) Para ser más preciso, el pacto en Deut. fue una renovación del pacto hecho en el Sinaí, renovación que tuvo lugar en las planicies de Moab, precisamente antes de que el pueblo entrara en la tierra de Canaán (Deut. 29:1). En todo caso, aquí los elementos del pacto aparecen más claramente (ver la Introducción al artículo sobre Deut.), repitiendo las relaciones previas entre Dios e Israel, destacando los términos de las relaciones fu turas y recordando solemnemente las consecuencias de observar o de quebrantar el pacto.  Como ya ha sido destacado, la estructura del pacto en Deut. corresponde admirablemente a aquellos múltiples tratados del antiguo Cercano Oriente, y es muy cercano a los tratados de los vasallos heteos que datan del segundo milenio a. de J.C.  Esta información se ha usado para argumentar en favor de la autenticidad de la fecha para Deut. en el segundo milenio a. de J.C.
Sin embargo, mucho más importante es el hecho de que la idea del pacto arroja mucha información acerca del carácter del antiguo Israel. Es importante que el pueblo haya sido liberado de una esclavitud ejercida por una tiranía déspota para entrar en una relación con Dios en la cual él, y no un tirano terrenal, era el rey. Este es el énfasis del principal documento del pacto en el Sinaí (Deut.) que está estructurado como un tratado de vasallos, el ob jetivo del cual era siempre afirmar los derechos de un amo-señor.  Además, el reinado de Dios sobre Israel es explícitamente enfatizado en Deut. 33:5. De este modo, fue un pueblo liberado, sometido sólo a Dios, el cual le preparó para entrar en Canaán. Esto fue un nuevo factor en el mapa histórico del tiempo.
Entre los registros del pacto tanto en Exo. como en Deut., viene la historia del Pentateuco referente a los viajes por el desierto y la larga estadía en Cades-barnea (Núm. 20:1). Fue después de este período que Israel permaneció en los bordes de la tierra prometida y escuchó los discursos de Moisés registrados en Deut.  (Ver el artículo sobre el Pentateuco y el mapa en la p. 119.)

UBICACION EN CANAAN

La historia del establecimiento de Israel en Canaán está relatada en los libros de Jos. y Jue. Es presentada como una conquista, la cual desde un punto de vista puede describirse como una conquista rápida y completa (Jos. 11:23; 21:45). Sin embargo, un estudio más cuidadoso nos revela en forma clara que la narrativa bíblica asume que la conquista fue larga y difícil (Jos. 9; 11:22; 13:1; 15:63; 17:12, 13; 19:47; Jue. 1). El cuadro completo de la conquista es una manera de afirmar el cumplimiento ine vitable de las promesas de Dios; aun cuando esto no llegó a ocurrir sino hasta la época de David (2 Sam. 7:1). En realidad, por esta razón, la ocupación inicial que Israel hizo de la tierra de Canaán fue sólo parcial, y por siglos los israelitas permanecieron como un pueblo más que habitaba la tierra.
Documentos extrabíblicos, como las cartas de Amarna, arrojan algo de luz sobre los tempranos días de Israel en Canaán. Estos documentos fueron encontrados en Amarna, capital de Egipto desde el 1385 al 1360 a. de J.C. aprox.  Dichos documentos consisten de quejas de los gobernadores locales acerca de los distintos disturbios y testifican de cómo se debilitaba la influencia egipcia en la zona en esos tiempos. Hay referencia en estos documentos a un grupo conocido como ’apiru, quienes en más de una ocasión fueron considerados equivalentes a los hebreos. Si este fuese el caso, estos documentos establecerían evidencia de la presencia de Israel en la tierra de Canaán en la primera parte del siglo XIV a. de J.C.  Hay muchos que ya no aceptan semejante equivalencia. Sin embargo, el cuadro general dado por las cartas de Amarna no es inconsistente con la presencia de Israel en Canaán para ese tiempo.
Más evidencia es provista por el Estela de Mernepta (obelisco con inscripciones referentes a campañas militares). Este fue erigido por el faraón Mernepta después de su campaña en Canaán, y en él nombra los pueblos que fueron sometidos, incluyendo “Israel”. La fecha de esta estela es 1207 a. de J.C., lo cual muestra que Israel estaba en la tierra de Canaán a lo menos tan temprano como para la Edad de Bronce tardía.
Lo significativo de la información arqueológica como ésta es debatido. Los eruditos no están de acuerdo ni con la fecha ni con la manera de como Israel arribó a la tierra de Canaán, incluso algunos le dan poca credencial a la idea de “conquista”.
La conquista de Canaán por los israelitas es fechada generalmente en el siglo XV o en el XIII a. de J.C. (Esta posición afecta en cómo uno ubica cronológicamente a los patriarcas, como se ha notado anteriormente.) El debate se centra en la interpretación de la evidencia bíblica y arqueológica. El AT realmente provee fechas para el período comprendido entre el éxodo y la construcción del templo del rey Salomón (1 Rey. 6:1). Como este último puede ser fechado para el año 966 a. de J.C., esto da como fecha para el éxodo el año 1446 a. de J.C.  Entonces, a la luz de esta información, el AT favorece la fecha temprana. Sin embargo, es común suponer que la cronología bíblica aquí (la cual corresponde con la información agregada del libro de Jue.) es esquemática, y que los períodos de 40 años de los jueces pueden ser parcialmente concu rrentes, como sucede a veces en los registros egipcios y mesopotámicos. De manera que la información de 1 Rey 6:1 (cf. también Gén 15:13; Exo. 12:40) no puede ser decisiva en sí misma.
La arqueología testifica de la destrucción de ciertas ciudades cananeas en el siglo XIII a. de J.C., incluyendo algunas que fueron tomadas por Josué durante la conquista (Betel, Azor, Debir, Laquis). Esto ha llevado a muchos eruditos a concluir que el siglo XIII o temprano en el siglo XII sea el mejor período para fijar la fecha de Josué y la conquista de Canaán. El problema con esta posición es que no hay tal evidencia en el caso de otras ciudades que Josué conquistó; y en el famoso caso de Jericó, pareciera que ni siquiera estaba habitada en este período en cuestión. Para esta evidencia poco clara es posible contar con el hecho de que la arqueología nunca puede proveer un cuadro completo. Contra este trasfondo se ha argumentado que la información arqueológica se ajusta más con la fecha tradicional para el éxodo, a saber, el siglo XV. Y hay algo de evidencia que todas las ciudades sometidas por Josué, para lo cual la información arqueológica está disponible, sufrieron destrucción en la última parte del siglo XV a. de J.C. (ver p. 256).

EL PERIODO TRIBAL

Como hemos visto al describir la entrada de Israel a la tierra prometida, Israel vivió por algún tiempo acompañado por otros pueblos. El mandato de echar a esos pueblos de la tierra (Deut. 7:2) fue inicialmente ejecutado pero en forma parcial, un fracaso que se muestra en la narración bíblica como falta de fe y de obediencia (Jue. 2:2, 3). Lejos de ocu par la totalidad de la tierra prometida, los israelitas fueron confinados a las regiones montañosas, que corren de norte a sur, y que se consideran como la “espina dorsal” de la tierra (ver Jue. 1:34). Los valles fértiles y las franjas costeras fueron mantenidas por los pueblos cananeos, de los cuales los filisteos, del sudoeste, son los más conocidos. Las escaramuzas de Sansón con los filisteos tuvieron lugar en el territorio que estaba comprendido entre el valle y la zona montañosa (la Sefela, o la baja montaña). La historia sobre Sansón (Jue. 13–16) tipifica  muy  bien la condición de las tri bus durante ese período.
La organización de Israel durante este período se describe como una “liga tribal”, expresión que revela algo así como una confederación libre de grupos más o menos independientes (ver el mapa en la p. 252). Israel no era todavía el Estado centralizado que llegaría a ser durante el reinado de David y especialmente bajo el de Salomón. El mejor cuadro sobre el carácter de Israel durante este período lo encontramos en Jue. 5, en el así llamado Cántico de Débora, en el cual se celebra la victoria de Israel sobre el ejército del rey de Hazor, bajo el mando de Sísara. Este cántico men ciona varias tribus que se juntaron para hacer frente a la amenaza hecha a la nación por este rey. Al mismo tiempo se censura severamente a aquellas tribus de Israel que no participaron en la batalla (Jue. 5:17; nótese cómo al gunos nombres regionales son mencionados junto con mencionar a las tribus). Lo que se asume es que, siendo las tribus en alguna forma independientes, siempre deberían juntarse para hacer frente a los tiempos de amenazas puesto que esto es de interés común. Los jueces, en realidad, fueron “libertadores”, y esto se deduce tanto del significado natural de la palabra hebrea como de lo que está implícito en las narrativas de este período.
Cuánto tiempo duró esta etapa dependerá del punto de vista que se adopte con respecto al éxodo, es decir, pueden ser 400 años (contando desde la mitad del siglo XV hasta el advenimiento del rey David cerca del 1010 a. de J.C.) o simplemente pueden ser 200 años (asumiendo la fecha del siglo XIII para el éxodo). El libro de Jueces no resuelve en sí este tema. Una lectura simple del libro de Jueces nos da una cronología más larga, por sumar los períodos por los cuales los “jueces” juzgaron (p. ej. Jue. 3:11). Sin embargo, algunos eruditos consi deran que se sobreponen algunos de estos períodos. En todo caso, ya hemos notado anteriormente que Israel estaba en la tierra de Canaán durante el período de Amarna (a comienzos del siglo XIV a. de J.C.). La guerra con Hazor (Jue. 5) concuerda, en términos generales, con el cuadro dado por las cartas.
Es importante notar dos cosas acerca de Israel durante este período: primero su “descentralización” y segundo su unidad.  La naturaleza tribal de Israel es importante en sí. Esto lo margina de otros pueblos que tuvieron reyes. Y en verdad, de tiempo en tiempo, los israelitas sintieron la ausencia de un rey, y esto se transformó en una presión para ir en esa dirección. Bajo estas circunstancias, Gedeón tuvo que declinar la oferta de hacerle rey (Jue. 8:23); sin embargo Abimelec, hijo de Gedeón, quiso ser rey (Jue. 9). Tanto el rechazo de Gedeón a ser rey como el oráculo de Jotam (Jue. 9:7–15) hablan de una firme convicción en Israel de que el modelo de reinado de las otras naciones era errado para ellos; era una ofensa en contra del reinado de Dios sobre su pueblo escogido.
La compleja estructura de la familia y de las tribus de Israel, con sus instituciones legales afectando todas las áreas de vida, habían sido diseñadas para garantizar la vida y la libertad de todo el pue blo de Dios en su tierra (Exo. 18:24–27). El acto de Israel de tomar posesión de la tierra de Canaán está ligado al pacto con Dios. No fue una posesión absoluta; la tierra pertenece a Dios (Lev. 25:23). Israel la disfrutó como “herencia” (Deut. 4:21). Además, la estructura de Israel fue diseñada para preservar y actualizar su relación con Dios, la tierra y la gente.
El nivel más bajo de organización en la tribu era la “casa paterna”, que era una especie de familia ampliada y una unidad económica básica. Fue a este nivel que la tierra fue “poseída” y cultivada. El siguiente nivel fue el clan, un grupo de “casas paternas”, que eran clanes familiares y a su vez unidades territoriales. Como tal, los clanes eran responsables de la protección de la tierra en favor de sus miembros. En cada esfera de vida —administración, guerra, matrimonio y herencia— el clan fue el contexto efectivo.  (Un ejemplo es el fallo dado a las hijas de Zelofejad en relación con la herencia de su padre; Núm. 27:1–11; 36.)
Podemos decir que la estructura social de Israel estuvo basada en la teología del pacto. En esta sociedad descentralizada, nadie fue rey sino sólo Jehovah, el Dios de Israel. El método de posesión de la tierra permitió que la idea del pacto de la hermandad, la participación de cada israelita en el pacto, fuera expresada. Las instituciones de liberar de deudas, de liberar de esclavitud y el jubileo (Lev. 25; Deut. 15:1–19) fueron diseñadas para pre servar la equidad en el uso de la tierra y de esa manera disfrutar de las bendiciones del pacto. La posesión correcta de la tierra era un deber ante Dios y ante la siguiente generación de ese clan y de esa familia. Fue por esta razón que Nabot rehusó vender su propiedad a Acab, y por la que el acto de Acab de tomarla por la fuerza fue severamente sancionado (1 Rey. 21:1–16).
Un entendimiento de estas ideas es importante para una comprensión del antiguo Israel.  Se discute si estos factores fueron los que hicieron a Israel (o podrían haberlo hecho) más auténtico, y el he cho de ceder en alguno de ellos ha sido un trasfondo importante en la severa crítica de los profetas durante el período de la monarquía. Ya ha sido claro en el tiempo de los jueces que Israel no estaba viviendo según los términos del pacto a fin de ser una nación radicalmente diferente con respecto a las naciones vecinas. Por ejemplo, ¿por cuánto tiempo fue practicado el Jubileo en Israel? es una información que se desconoce (Lev. 25). Lo mismo es verdad en relación con las instituciones de liberar de deudas o de liberar esclavos.
No obstante, a pesar de esta descentralización, Israel era un pueblo coherente y reconocible. Un aspecto de esto, como ya lo hemos visto, fue la necesidad de unirse para la defensa (Jue. 5). Además, la unidad era importante para la adoración. Las tribus habían venido juntas desde Egipto habiendo hecho un pacto con Dios. El gran símbolo de esto fue el arca del pacto, la cual se transformó en el centro de la vida de adoración de Israel. Pareciera ser que el arca del pacto estuvo estacionada en diferentes lugares durante el período de los jueces (incluyendo Betel [Jue. 20:26, 27] y Silo [1 Sam. 3:3]). Sin embargo, Silo parece haber sido reconocido por algún tiempo como el lugar central de adoración de todo Israel (Jos. 22:19, 29; 1 Sam. 1–3;  cf. Jer. 7:12). Por lo tanto, el carácter de Israel como confederación de tribus fue esencialmente religioso. Su unidad consistió en el hecho de que juntos habían entrado en el pacto con Dios.
Como estructura social básica, la unidad de Israel también se podía quebrar. La historia de los altares propios de las tribus que estaban en la Transjordania (Jos. 22) revela una cierta tendencia hacia una división interna como ocurre con la guerra     civil entre la tribu de Benjamín y las otras tribus, según lo registra Jue. 20. Algunas de estas divisiones se sostuvieron bajo los reyes de Israel.

LOS REYES DE ISRAEL Y JUDA: SAUL, DAVID Y SALOMON

La siguiente etapa en la historia de Israel, después de los jueces, es la de los reyes. Este período comprende desde el año 1050 a. de J.C., época en que Saúl es coronado rey, hasta el año 586 a. de J.C., fecha en que el reino de Judá desaparece y muchos del pueblo son llevados al exilio por Nabucodonosor, rey de Babilonia. El período de los reyes es la época de mayores éxitos en la vida de Israel, pero también es el de sus peores humillaciones.
Hemos mencionado que hubo ciertas tendencias en Israel a buscar la seguridad de la unidad que proveía la figura de un rey. Esta tendencia fue muy evidente en el tiempo de Samuel. Para este tiempo, Israel estaba en la más baja decadencia tanto espiritual como material. La historia de Elí y sus hijos tipifica la pobre condición espiritual (1 Sam. 2:12–4:22);  y los filisteos atacaban al pueblo (1 Sam. 4–6). En este contexto vino a Samuel la demanda de un rey (1 Sam. 8:5–7).
Samuel fue una figura importante en la historia de Israel. En él se combinaban los elementos de juez, profeta y sacerdote. Como juez, guió al pueblo en la batalla contra los filisteos (1 Sam. 7); en este mismo contexto se le encuentra ejerciendo deberes sacerdotales (1 Sam. 7:10;  cf. 1 Sam. 10:8). Y en la confrontación que tuvo con Israel sobre la cuestión de un rey, él actuó como un profeta (1 Sam. 8:10; 12:20–25). No obstante, hay una observación hecha sobre su período como juez el cual no fue perfecto, puesto que contra la costumbre nombró a sus propios hijos jueces, los cuales probaron ser indignos del nombramiento y se hicieron impopulares (1 Sam. 8:1–3).
Samuel es, entonces, una figura paradójica, que en un sentido testificó de la degradación del siste ma de jueces como forma de gobierno para Israel. Pero, por otro lado, es interesante que la solicitud de un rey para Israel es presentada como un rechazo de Dios como el único y verdadero rey de Israel (1 Sam. 8:7). Visto anteriormente que la es tructura tribal de Israel y la de clan estaba en armonía con los principios básicos del pacto. La solicitud  de un rey con sus inevitables consecuencias referidas a la maquinaria estatal centralizada, presentaba un desafío al pacto y al carácter de Israel como pueblo. La respuesta de Samuel a la solicitud posiblemente es una indicación de una lucha interna sobre el tema. A pesar del desafío que se hacía sobre el pacto, la aceptación de Saúl por parte de Dios fue confirmada en una ceremonia que fue diseñada para incorporar el concepto de un rey en el sistema existente del pacto (1 Sam. 11:14).
En un sentido Saúl era un juez, ya que por sobre todo él guió a Israel en el campo de batalla (1 Sam. 14:47, 48). Por otro lado, su reinado no llegó a ser una dinastía, en el sentido de que no fue sucedido por ninguno de sus hijos. Tampoco desarrolló una maquinaria estatal.
El Israel de Saúl no amplió mucho sus dimensiones territoriales en comparación con el período de los jueces; aun en el apogeo de su poderío, el pueblo seguía confinado en la zona montañosa, donde también había enclaves cananeos importantes como Jerusalén y Bet-seán. En este último, la arqueología sugiere que en el tiempo de Saúl hubo ocupación filistea, posiblemente bajo el control egip cio. Este es el trasfondo de la humillación del cuerpo de Saúl que se nos describe en 1 Sam. 31:8–13.
Saúl no sólo fue incapaz de tomar toda la tierra, sino que el conservar su trono siempre se vio amenazado por la popularidad de David (1 Sam. 18:7). La rivalidad entre David y Saúl (la cual fue animada por los adherentes a Saúl aun después de su muerte; 2 Sam. 3:1) es posible que también reflejara las divisiones internas en Israel, como las que ya hemos mencionado y que se dieron en el tiempo de los jueces (Saúl fue de la tribu de Benjamín, David de la tribu de Judá).
Cuando Saúl yacía muerto en el monte Gilboa, finalmente derrotado por los filisteos, la posición de Israel parecía muy peligrosa. Sin embargo, el vuelco experimentado fue dramático y veloz. Lo que Saúl no logró conseguir, David lo logró magistralmente. Con Egipto decayendo y no habiendo otro poder importante emergiendo en la región, era el momento para que un gran genio creara un pequeño imperio en Palestina. David logró dos cosas. En primer lugar, él unió a Israel, a pesar del descontento que podría haber entre los seguidores de Saúl. El golpe magistral en relación con esto fue la toma de Jerusalén (2 Sam. 5:6–19). La arqueología ha re velado que ciertas ampliaciones fueron hechas a la ciudad jebusea de Jerusalén. Ahora David podía trasladar su capital desde Hebrón, en el corazón mismo de Judá, a una posición en el límite entre Judá y Benjamín y de esta manera esperar un control más efectivo de los israelitas del norte y del sur. Con Jerusalén cumpliendo este papel, David comenzó en forma efectiva a hacer de Israel un “Estado”, con una maquinaria gubernamental desa rrollada (2 Sam. 8:15–18). El desarrollo pleno de este proceso es generalmente atribuido a Salomón.
En segundo lugar, David logró someter a los enemigos de Israel de alrededor, no sólo a los filisteos en el oeste, sino también a las naciones de Amón, Moab y Edom en el este, y sustancial terreno de Si ria en el norte (2 Sam. 8; 10; 12:26–31). Bajo David, y posteriormente bajo Salomón, Israel alcanzó su mayor expansión territorial, ocupando los bordes de lo que se define como “la tierra prometida” en Deut. 11:24. Lo alcanzado por David estaba relacionado con el cumplimiento de la promesa del pacto y que se refiere al “descanso” de Israel (2 Sam. 7:1; cf. Deut. 12:9). En la promesa de Dios a David, que sería padre de una gran dinastía (2 Sam. 7:8–17), la historia de Israel y su pacto con Dios entró en una fase decisiva.
David gobernó en Israel desde 1010 hasta 970 a. de J.C. y fue sucedido en el trono por Salomón, quien gobernó por un período de 40 años. Salomón gozó de los frutos de las victorias de David su padre. Su tiempo fue uno de paz y de dominio en el área. Su riqueza vino de los tributos pagados por las naciones sometidas, del comercio y de los impuestos derivados del mismo. Por única vez en su historia, Israel se beneficiaba de su posición estratégica en estas rutas comerciales, porque políticamente era suficientemente fuerte. La visita de la reina de Saba (en Egipto) y su admiración por la extraordinaria riqueza de Salomón deben ser vistas en el contexto de los lazos comerciales de Salomón con las tierras del Mediterráneo en el oeste y con el exótico sur (1 Rey 9:26–10:29). Fue Salomón quien pudo proveer para la construcción del excelente y magnífico templo el cual su padre sólo había soñado. (Los libros de Crónicas nos dicen que David dio detalles de los planes para el templo a su hijo y proveyó materiales para su construcción; 1 Crón. 28:11–29:9). También su riqueza se vio reflejada en el plan de construcción de edificios a través de toda la nación. En esto, el testimonio arqueológico es más elocuente acerca del tiempo de Salomón que del de David. Hay fortalezas y centros de almacenaje en diferentes lugares (Meguido, Gezer, Hazor, Bet-semes y Laquis) que datan de esta época.
La construcción del templo obviamente fue uno de los puntos clave en la historia de Israel. Fue considerada como tal por el autor de Reyes, quien lo describe en toda su extensión (1 Rey. 5–8) y quien pare ce haber visto su culminación, relacionándola con la historia de Israel en la tierra de Canaán a partir del éxodo (1 Rey. 6:1). El cronista también le da prominencia a este hecho (2 Crón. 2–7). Sin consi derar un intervalo en el siglo VI a. de J.C., un templo permanecería en Jerusalén por más de un milenio.
Tanto la permanencia de la ubicación del lugar de adoración a Jehovah, como el tipo de edificación eran un acto de renuncia a lo que estaban acostumbrados (como pueblo nómada en donde Dios viajaba con ellos) y podría verse como comprometiendo la libertad de Dios (en el sentido de que Dios era confinado a un lugar; 2 Sam. 7:5–7). La oración de dedicación hecha por Salomón revela que eran conscientes de esto y a su vez contiene una res puesta en este sentido (1 Rey. 8:27). Con este evento vino un cambio en Israel. El dejar de ser una sociedad tribal fue señalado no sólo por la ascensión de un rey, sino también  por el hecho de centralizar la adoración a Je hovah en su capital. David había traído el arca del pacto a Jerusalén (2 Sam. 6). Salomón la guardó en el templo cuyo esplendor era inseparable de su propio nombre. Aun cuando Jehovah había permitido y vigilado todo esto, Israel ahora se asemejaba mucho más a sus vecinos cananeos que en el período anterior cuando aún no era un Estado.
Con el templo vino la música. Aun cuando el libro de Sal. fue el producto final de un período posterior, muchos de los salmos individuales datan de la época de la monarquía, de los cuales muchos son atribuidos a David. De la misma manera ocurre con la institución de la adoración, incluyendo los arreglos musicales (1 Crón. 25). Tan pronto como el lugar de adoración quedó establecido fue requerida una organización permanente de adoración. Y la organización de ésta en Jerusalén tiene su paralelo con lo que ocurría en la ciudad-estado cananea de Ugarit del segundo milenio a. de J.C.
Finalmente, la era de Salomón es reconocida como “la era del iluminismo”. Esto se debe a su nexo con su sabiduría, bien conocida en el libro de Proverbios (Prov. 1:1). De Salomón se dice que ha sobrepasado a todos los hombres sabios del Oriente, y por cuya sabiduría es famoso entre las naciones (1 Rey. 4:29–34). Lo interesante a destacar es el carácter internacional de la sabiduría. Por ejemplo, muchos de los proverbios bíblicos tienen paralelos en la literatura de otros pueblos (ver el comentario sobre Prov.).  Es más, Prov. junto con Ecl. y Job, representan una línea de pensamiento en el AT que comparte ampliamente con la tradición intelectual del mundo antiguo, aun cuando en Israel la sabiduría del “Oriente” ciertamente está subordinada al Dios del pacto (Prov. 1:7). A Salomón siempre se le acredita su apertura hacia la cultura y el aprendizaje y, sin lugar a dudas, la corte real de Israel requirió de una clase educada tanto para la administración como para la diplomacia.
No sería del todo cierto el decir que Salomón es el fundador de la educación en Israel. Es evidente que hubo tradiciones de sabiduría popular en el país antes de su tiempo (2 Sam. 14:2; 20:18), en don de el “sabio” era reconocido como un tercer grupo de líderes en Israel después de los profetas y los sacerdotes (Jer. 18:18). Aun más, en la antigua vida de adoración de Israel siempre se puso un énfasis especial en la enseñanza-aprendizaje del pacto mosaico (Deut. 31:9–13).
Si Salomón marcó la cumbre de la grandeza de Israel como nación, también marcó el inicio de algo que sería muy sombrío. La centralización de sus instituciones trajo consigo una profunda amenaza a la forma de vida de Israel, la cual, como hemos visto, estaba relacionada con la observancia del pacto. Samuel había advertido que un rey les privaría del derecho más natural del hombre: su libertad (1 Sam. 8:8–17); el autor de Reyes deja claro que si bien Salomón no esclavizó a su propio pueblo, sin embargo, los necesitó para los servicios de su casa real (1 Rey. 20–22). El magnificente estilo de vida de Salomón, y especialmente su comercio equino con Egipto, lo ponía en conflicto con el ideal para un rey expresado en Deut. (1 Rey. 10:26–29; cf. Deut. 17:14–17).
El autor de Rey. va más allá y nos habla de la caída de Salomón en la apostasía. Su enorme harén, y especialmente su matrimonio con la hija del faraón, fueron condenados (1 Rey. 11:1, 2); y estos matrimonios condujeron a la institucionalización de la adoración de  dioses extranjeros en la misma ciudad de Jerusalén (1 Rey. 11:4–8;  cf. 3:1; 9:24). La apostasía de Salomón rápidamente puso en riesgo todo lo que su padre David había logrado (1 Rey. 11:14, 23). Su actitud de adorar a otros dioses se transformaría en una característica propia de sus sucesores en Jerusalén.

LOS REYES DE ISRAEL Y JUDA: DESDE ROBOAM HASTA EL EXILIO

Inmediatamente después de Salomón, el reino se dividió en el reino del norte (Casa de Israel) y el reino del sur (Casa de Judá). A Jeroboam, siervo de Salomón (1 Rey. 11:26) quien llegó a ser Jeroboam I de Israel, le fueron dadas “diez tribus”, y sólo una, Judá, fue dejada para Roboam, el hijo de Salomón (1 Rey. 11:30–32). Detrás de la reducción de las 12 tribus en 11 hay una complicada situación histórica. A estas alturas Judá había incorporado dentro de sí la tribu de Simeón. La tribu de Leví no es contada por cuanto ella no tuvo territorio. Por otro lado, José había llegado a ser muy pronto dos tri bus en el norte, a saber Efraín y Manasés. Benjamín probablemente fue dividida según sus lealtades; parte perteneció a Judá y parte al norte, aun cuando es contada como de Judá en 1 Rey. 12:21.  Todo esto es difícil de encuadrar según lo que está escrito en 1 Rey. 11:31, 32. El “estado de ser 12” tribus de Israel en la señal profética de Ajías, pudo haberse referido al estado ideal de Israel mismo. En todo caso, la división de Israel en dos partes desiguales se convirtió rápidamente en una realidad después de Salomón, y nunca fue revertida.
En parte se debió a las tensiones internas, tensiones a las que ya hemos hecho mención durante el período de los jueces, y en parte causado por una serie de cambios en Israel que habían sido producidos por aquella monarquía fortalecida y centralizada. La pregunta que Jeroboam hizo al pueblo diciendo: “¿Qué parte tenemos con David?” (1 Rey. 12:16) estaba basada en la vieja idea de un Israel descentralizado e incentivaba la hostilidad del norte hacia el gobierno de Judá. Ya que el rey en Jerusalén (ahora Roboam) controlaba el templo, símbolo poderosísimo que unía a Israel con su pasado, Jeroboam tuvo que levantar sus propios altares de adoración en Betel y Dan (1 Rey. 12:26–29). Esto, particularmente, hizo retornar  a  Israel a su propio pasado, especialmente a Betel ya que éste era asociado con los patriarcas (Gén. 28:17; 31:13).
El legado que el gobierno de Salomón dejó, y que podemos ubicarlo en el extremo opuesto al de “sabio”, fue que aquel reino que una vez fue poderoso se había transformado en dos reinos relativamente débiles e insignificantes. Israel y Judá tomaban su propio lugar junto con los poderes menores que había en la región, tal como Siria, siendo su historia  una de éxitos relativos. Israel y Siria estaban frecuentemente en guerra (1 Rey. 20), así como había gue rra entre las dos partes que formaron el antiguo reino unido de Israel (1 Rey. 15:32), a pesar de que en ocasiones actuaron unidos por una causa común (1 Rey. 22; 2 Rey. 3). Muy pronto Roboam sintió su nueva vulnerabilidad, cuando su tierra fue invadida por Sisac, el faraón de Egipto (Sesonq I, 1 Rey. 14:25–28). Hay evidencia histórica independiente para estos acontecimientos, la cual se encuentra en forma de una inscripción hallada en Meguido la cual lleva el nombre del faraón y en un relieve en el templo de Amún en Tebas, nombrando pueblos palestinos.
El reino del norte fue capaz por un tiempo de continuar ejerciendo el control sobre sus vecinos, como Moab. El rey Omri,  hombre valiente y padre del famoso Acab, fundó la única dinastía real que el reino del norte conocería, e hizo a la ciudad de Samaria su capital. Su poder relativo en la primera mitad del siglo IX a. de J.C. es confirmado por la famosa Piedra de Moab, una inscripción dejada por Mesa,  rey de Moab, en la cual registró el sometimiento de su reino al reino de Omri. Sin embargo, la historia de Mesa continúa adelante, y después de la muerte de Acab se rebeló contra el nuevo rey de Israel, Joram (2 Rey. 3:4, 5). La consecuente guerra de Joram contra Moab (2 Rey. 3), en la cual fue ayudado por Josafat, rey de Judá, fue exitosa solamente en un sentido, ya que éste fue eclipsado por el fracaso moral del pueblo. De mo do que el siglo IX a. de J.C. fue uno de destinos encontrados.
El siguiente siglo comenzó con un largo período de paz y prosperidad para ambos reinos, bajo Jeroboam II en el norte (793–753 a. de J.C.) y Uzías (o Azarías) en el Sur (791–740 a. de J.C.). Habiéndose debilitado el poder de Siria, Jeroboam II fue capaz de recuperar el territorio perdido y de esa manera dar cumplimiento a la profecía de Jonás según lo indica 2 Rey. 14:25.
Este período fue una calma que precedía a una tempestad, ya que para la última mitad del siglo el rey asirio Tiglat-pileser III comenzó su plan de conquistas en la región la que culminaría con la creación del gran Imperio Asirio, que duró hasta el siguiente siglo. Samaria cayó en manos del rey Salmanasar V en el año 722, y el reino de Israel desapareció de la historia, siendo su pueblo disperso hacia otras partes del imperio, desde donde nunca más retornarían (2 Rey. 17:3–6, 24–28). Una de las últimas expediciones hechas por Senaquerib en 701 a. de J.C. dejó mucha desolación en Judá (2 Rey. 18:13). Excavaciones en Laquis, junto con relieves encontrados en el palacio de Senaquerib en Nínive, han evidenciado tanto el sitio como la captura de este importante puesto de avanzada en los bordes sureños de Judá. Sólo Jerusalén escapó del dominio de Senaquerib debido a una liberación milagrosa (2 Rey. 19:35–37). Los propios anales de Senaquerib tienen una versión de la historia, en la que se jacta de “haber encerrado a Ezequías como a un pájaro en una jaula”. Esto, en una forma muy curiosa, le concede crédito al registro bíblico, desde que esto obviamente hace singular el hecho de que Senaquerib sólo pudo sitiar la ciudad y no tomarla. No obstante, de aquí en adelante Judá sería un Estado-vasallo. Cuando Asiria cayó ante Babilonia, el nuevo imperio emergente, en el año 612 a. de J.C., estaba advertida la caída de Judá, hecho que ocurrió en el año 586 a. de J.C.
El período de la monarquía se presenta como uno de gran fracaso, tanto en los libros de Rey. como en los de Crón. El alejamiento de Jeroboam de Jerusalén se ve como un acto idolátrico, como una rebelión en contra del pacto con Jehovah y como el origen de la persistente conducta pecaminosa de los reyes del norte (1 Rey. 12:28–33; cf. 16:26). Es interesante notar que los libros de Crón. omiten la historia del reino del norte indicando con ello que éste no tuvo legitimidad como tal.

LOS REYES DE ISRAEL Y JUDA: RELIGION

La historia religiosa del período se vuelca hacia la adoración y la idolatría. La construcción del templo hecha por Salomón  no fue garantía de una adoración correcta, y es evidente que los israelitas, tan to del norte como del sur, sintieron la presión del medio para ir en pos de otros dioses en vez de ir en pos de Jehovah. Esto no fue nuevo durante el período de la monarquía (cf. Jue. 8:27); no obstan te, la influencia de las religiones de otros pueblos fue poderosa. Bajo el reinado de Acab la religión de Baal disfrutó de una posición oficial por causa de Jezabel, la esposa fenicia del rey, quien vino a Sa maria con su comitiva de profetas (1 Rey. 18:19). El profeta Elías se opuso a esta adoración institucionalizada de Baal arriesgando su propia vida (1 Rey. 18; 19:1–3).
Ciertamente, la victoria de Elías en el monte Carmelo fue de corta duración, puesto que un siglo más tarde el profeta Oseas tomó nuevamente el tema de un pueblo que había sido infiel a su Dios. Sus profecías denunciaban la adherencia de los israelitas a la religión cananea de la fertilidad, con sus muchos dioses y sus rituales sexuales. Se desprende claramente de la profecía de Oseas y Amós que los israelitas adoraban en diferentes santuarios. Ellos mencionan explícitamente Betel, Gilgal (Ose. 4:15; Amós 4:4) y Beerseba (Amós 5:5), sugiriendo que estos eran los lugares de mayor influencia. Sin duda que hubo muchos otros lugares. La arqueología ha descubierto buenos ejemplos de altares de piedra en Meguido y Beerseba. Estos se parecen a los altares prescritos para Israel y donde se presentaban ofrendas quemadas y que tenían “cuernos” en sus esquinas (Exo. 27:2). Pero estos altares, descubiertos por la arqueología, fueron de piedra labrada y este tipo de altares estaban prohibidos para Israel (Exo. 20:24, 25). Sin lugar a dudas que éstos fueron usados en aquellos cultos corruptos denunciados por Amós. Pequeñas estatuas de la diosa Astarte encontradas en Mizpa y que datan de este período son, entre muchos otros artefactos, los que confirman la verdad de las denuncias de Oseas a su pueblo.
La idolatría de Israel no se detuvo allí como tampoco estuvo confinada sólo al norte. En el siglo VII a. de J.C., después de la caída del reino del norte, el rey Manasés, para estas alturas un rey-vasallo de Asiria (su nombre aparece en un “prisma” de barro del rey Esaradón como uno de los reyes sometidos que pagaba tributo), introdujo prácticas religiosas en el mismo templo de Jerusalén, prácticas que lle vaban las marcas de la religión asiria (2 Rey. 21). Su legado en Judá es el trasfondo de la profecía de Jeremías.
En este período de las peores idolatrías en Israel es también  el  tiempo en que aparecen sus profetas. Tal vez no es coincidencia que los profetas hayan sido contemporáneos de los reyes, ya que co mo profetas en el antiguo Oriente siempre se dirigieron a los que gobernaban. Hemos visto que esto fue así con Elías, también lo fue con Natán (David), Isaías (Acab), Amós (Jeroboam II) y Jeremías (Joacim y Sedequías). La función de los profetas puede ser resumida como la de llamar a los reyes a asumir el papel de ser los verdaderos líderes del pueblo del pacto. En estos términos, si bien podían ser gente influyente en la corte, como pareció ser Isaías, también podían ser poco populares con las autoridades gubernamentales y, por ende, correr el riesgo de ser marginados (como Jeremías ciertamente lo fue; Jer. 26).
La actitud de los profetas hacia las instituciones nacionales varió según las circunstancias. Se esperaría que ellos criticaran al reino del norte sobre la base de su alejamiento de la adoración en Jerusalén. Sin embargo, Oseas y Amós no parecen hacerlo (y posiblemente esto sea más notable porque Amós en realidad era de Judá). Por el contrario, su interés principal estaba en denunciar la idolatría y la injusticia como tal. Es más, Miqueas, contemporáneo de Isaías, advirtió que Jerusalén y el templo serían destruidos si el liderazgo en Judá no corregía sus caminos (Miq. 3:9–12). Poseer el templo no era lo esencial en la verdadera religión. Jeremías, más tarde, volvió sobre el mismo tema (Jer. 26:2–6; cf. v. 18). No obstante, pareciera ser que los profetas hicieron una distinción entre los reyes del sur, cuya legitimidad procedía de David, y los re yes del norte, cuyo gobierno fue establecido por la fuerza (contrástese Isa. 7:13 con Ose. 8:4).
Hubo quienes creyeron que la manera de salvación descansaba en una reforma de la adoración en Jerusalén, y en el siglo VII a. de J.C. se vieron dos importantes intentos de reforma, que ocurrieron durante los reinados de Ezequías y Josías (2 Rey. 18–23). La reforma de Ezequías en Jerusalén se vio temporalmente suspendida debido al terror que en Judá le tenían a Senaquerib. Con todo, no se pudo frenar la subyugación del pueblo. La reforma de Josías, un he cho clave en la historia del AT, duró más tiempo.
Comenzando en el año 628 a. de J.C. (2 Crón. 34:3) y coincidiendo con la decadencia del poder de Asiria en la región, la reforma de Josías fue capaz de restablecer la adoración a Jehovah en Jerusalén (después del largo reinado de Manasés, quien había establecido el culto a otros dioses) y Josías pudo recuperar parte del reino del norte, territorio que por mucho tiempo estuvo sometido por Asiria, y destruir allí los cultos paganos (2 Rey. 23:15–20). Las reformas de Josías incidentalmente fueron el cumplimiento de una vieja profecía (1 Rey. 13:2).  La reforma fue acelerada y le fue dada dirección por el descubrimiento del “libro de la ley” en el templo en el año 621 a. de J.C. (2 Rey. 22:8). Este libro es ampliamente identificado como Deut., el cual en generaciones pasadas había sido depositado al lado del arca del pacto en el tabernáculo, con el propósito de ser leído en ocasiones solemnes de renovación del pacto (Deut. 31:9–13). Fácilmente había desaparecido de la vista y de su uso durante el reinado de Manasés. El énfasis de la reforma se centró en aspectos de la enseñanza de Deut., especialmente aquellos textos que hablaban en contra de la falsa adoración y su interés en la purificación del culto a Jehovah (Deut. 12:1–5). El autor de Rey. vio las reformas de Josías como una renovación del antiguo pacto (2 Rey. 23:1–3).
Sin embargo, la reforma de Josías no tuvo un resultado beneficioso duradero. El rey mismo murió en una imprudente campaña en Meguido, y su sucesor deshizo su trabajo. Algunos han cuestionado las motivaciones de Josías, viendo su campaña en el norte como un expansionismo nacionalista. Probablemente semejante juicio no sea justo, dado que la posesión de la tierra era una parte esencial de la promesa del antiguo pacto. Con todo, los altos ideales siempre se pueden tornar en algo menos noble (como la aventura de los macabeos nos muestra más tarde). En todo caso, Jeremías, el principal profeta de la época, apenas mencionó la reforma, evidentemente creyendo que ésta no alcanzaría al corazón del problema religioso de Judá. Proclamó juicio sobre el pueblo a manos de Babilonia, un nuevo poder emergente en el área, si ellos no regresaban a Dios. Nabucodonosor comenzó a actuar en Palestina en la última década del siglo VII (Dan. 1:1) tomando numerosos exiliados en el año 597 a. de J.C. y finalmente destruyendo la ciudad de Jerusalén y el templo en el año 586 a. de J.C., dejando el país escasamente poblado por la gente más pobre (2 Rey. 24–25; Jer. 37–44, 52).

EL EXILIO

El exilio del pueblo de Judá a Babilonia normalmente se cuenta a partir del año 597 a. de J.C., cuando los ejércitos de Nabucodonosor tomaron los primeros cautivos. El profeta Ezequiel estaba en tre los deportados, y su mensaje vino primero a aquellos en el exilio que tenían la esperanza de retornar pronto (Eze. 4–5). Sin embargo, cuando Nabucodonosor puso a Sedequías como rey-títere en el año 597 a. de J.C., esto no alteró materialmente la posición de Judá, que desde el tiempo de Ezequías había sido un Estado-vasallo. El golpe decisivo fue dado en el año 586 a. de J.C. cuando el templo fue destruido. La noticia de lo ocurrido fue un momento clave en la profecía de Ezequiel a sus contemporáneos en exilio (Eze. 33:21) cuya esperanza de un término rápido del exilio fue hecha pedazos. De hecho, el exilio puede ser en mejor forma representado por la pérdida de los utensilios del templo, con la consecuente implicación de que los extranjeros y sus dioses habían mostrado su su perioridad sobre Jehovah (2 Rey. 25:13–18). La profanación que hiciera de ellos el rey Belsasar fue lo que encendió la ira de Dios sobre él (Dan. 5:1–4), y el hecho de que fueran retornados por el rey Ci ro enfatiza en la narrativa el permiso que el rey diera a los exiliados  de regresar a su tierra (Esd. 1:7–11).
El exilio se tornó en un hecho importante en la muerte del rey Nabucodonosor en el año 562 a. de J.C. cuando su sucesor Amel-marduk (en la Biblia Evil-merodac) favoreció al exiliado rey Joaquín, liberándolo de la prisión y dándole una posición privilegiada en Babilonia (2 Rey. 25:27–30). El fin del exilio ocurrió cuando Babilonia fue derrotada desde su interior por un “golpe de Estado”, sin derramamiento de sangre, liderado por el rey medo llamado Ciro, en el año 539 a. de J.C., mientras que el rey Nabonido, un religioso excéntrico, se había escondido en la remota Arabia. La conquista de Ciro fue popular, porque restauró la adoración a Marduk en Babilonia. Es más, su política de permitir a los pueblos la adoración de sus propios dioses fue clave en el fin del exilio para Judá. El mismo declaró, en una inscripción sobre un cilindro de barro cocido (el así llamado Cilindro de Ciro): “Yo los regresé a sus lugares (los dioses que habían sido traídos a Babilonia) y los albergué en moradas permanentes. Yo reuní a todos sus habitantes y les restauré a sus lugares de morada.” Los judíos exiliados se beneficiaron de esta política general, que se refleja en la declaración de su libertad en Esd. 1:2–4.
Babilonia en sí, la ciudad capital de la tierra a donde los exiliados fueron llevados, era asombrosa en magnificencia y en tamaño. La ciudad cubría un área muy amplia y estaba protegida por un sistema de murallas dobles. La entrada consistía de ocho pórticos, cada uno de ellos tenía el nombre de un dios babilonio, siendo el más imponente el pórtico de Istar. Este se abría hacia una avenida pavimentada de 900 m., con paredes hechas de ladrillos esmaltados, la cual conducía al templo de Marduk, el Esagila, y templos de otros dioses. La “torre del templo” —la Torre de Babel— se levantaba en me dio de la ciudad. Los palacios reales eran a gran escala, y los famosos “jardines colgantes” eran un símbolo de gran lujo.
Fue a esta ciudad que llevaron al maltratado remanente de Judá, cuyo templo había quedado en ruinas. Todo en Babilonia parecía decir que las tradiciones de Israel estaban muertas; que el auténtico poder y los verdaderos dioses estaban allí. Es difícil sobrestimar la importancia del exilio en la vida y el pensamiento del pueblo del AT.  La pérdi da de la tierra, el templo y el rey, lo medular de las promesas del pacto, era desastrosa.
Sin embargo, el pensamiento de este período trató de superar este desastre. El pensamiento dominante fue uno de juicio. El autor de Reyes mostró cómo el exilio era consecuencia, primero sobre Israel y luego sobre Judá, de la persistente actitud de idolatría  de sus reyes y su pueblo. Lloraron y lamentaron sobre las agonías por causa de la ciudad destruida y su pueblo,  sabiendo que el pecado había sido la causa (Lam. 1:20, 22), pero perplejos por el extremo sufrimiento que la ira de Dios había traído (Lam. 2:20). Evidentemente la pregunta era: ¿Existe aún el pacto?  En el futuro, ¿puede esperar el antiguo pueblo de Dios misericordia de parte de él?
En el largo alcance del exilio podría haber habido pocas convicciones. La primera tarea fue aprender a vivir en el nuevo lugar. Los exiliados parece que fueron ubicados en lugares poco identificables en Babilonia (el río Quebar, Eze. 1:1, de difícil ubicaci ón). La reunión de los ancianos en la casa de Ezequiel (Eze. 8) puede ser una insinuación de una nueva organización, incluso el inicio de la sinagoga. (Es propio de este tiempo el referirse a los exiliados como “judíos”.) La carta de Jeremías a los exiliados (en los primeros días, antes de la caída del templo) exhortó al pueblo a comenzar una nueva vida, y sin duda algunos prosperaron en Babilonia (Jer. 29:4–7). Asimismo sabemos que algu nos decidieron no regresar a su propia patria cuando la oportunidad les fue ofrecida, y que una comunidad judía continuó en Babilonia por varios siglos. Algunos habían ido hacia el este, como lo revela el libro de Est. Otros habían ido a Egipto para el tiempo de la invasión de Babilonia (Jer. 40–44), y las migraciones continuaron. (Una colonia judía vivió por cerca de dos siglos, desde el 590 al 410 a. de J.C., en Elefantina, una isla en el Nilo, e incluso cons truyeron un templo a Jehovah en el lugar.) No siempre fue fácil para la nueva “diáspora”; el libro de Dan. (y más tarde el de Est.) registran algunas de las difíciles decisiones que tuvieron que tomar, y lo que estaba implícito en la alianza con el único y verdadero Dios para aquellos que vivían en un imperio donde muchos dioses eran adorados.
En este contexto se intentó responder a la pregunta básica sobre las causas del exilio y las perspectivas del futuro. El llamado a Ezequiel a profetizar vino acompañado con una visión de Jehovah, el Dios de Israel, sentado en el trono sobre Babilonia (Eze. 1). Esto fue una confirmación de que él era rey sobre toda la tierra, que su reinado no dependía de la posesión de un templo en Jerusalén y que la última palabra no había sido aún dicha. Al igual que Jeremías (Jer. 30–31), Ezequiel habló del retorno a la tierra (Eze. 34, 36) e incluso de la reconstrucción del templo (Eze. 40–48). Dios haría un nuevo pacto con el pueblo (Jer. 31:31–34; cf. Eze. 11:19, 20). También el autor de Reyes, registrando la antigua oración de Salomón (1 Rey. 8:46–53), sabía que un nuevo día de compasión amanecería.
Parte del libro de Isa. (caps. 40–55) se refiere sin equivocación a este período. (Muchos eruditos piensan que Isa. 40–55 procede de un escritor en el exilio. Ya sea que estos capítulos procedan de tal escritor o de Isaías de Jerusalén, fueron muy relevan tes para la comunidad en exilio.)  Esta parte del AT es un largo repudio a las declaraciones de los dioses babilonios de haber vencido a Jehovah. Sólo Jehovah es poderoso (Isa. 40:18–20, 25, 26), el Dios de la creación y de la historia (Isa. 43:14–19); el exilio ocurrió sólo porque él decidió castigar a su pueblo. El tiempo de castigo estaba por llegar a su término (Isa. 40:2). Los magníficos dioses babilonios serían humillados ante el verdadero Dios (Isa. 46:1); los ídolos no eran sino madera y metal (Isa. 44:9–20). El pueblo de Jehovah regresaría triunfante a su tierra (Isa. 55). Estas promesas, que jugarían un papel mayor en el desarrollo del judaísmo y también en el cristianismo, se esperan en el futuro.

LA RESTAURACION

El regreso a casa comenzó en el año 537 a. de J.C., con el edicto de Ciro (Esd. 1:2–4). Pareciera ser que sucedió gradualmente durante las décadas siguientes; de hecho, cuando Esdras fue a Jerusalén un siglo más tarde del edicto de Ciro (458 a. de J.C.) llevó consigo un nuevo grupo de inmigrantes aun en la última etapa (Esd. 7:6, 7). Sin embargo, entre los primeros líderes de la comunidad se encontraba Zorobabel, nieto del rey Joaquín (o Jeconías, Esd. 3:2; Mat. 1:12), en quien algunos cifraban las esperanzas de una monarquía renovada, cosa que no ocurrió. Con el sacerdote Jesúa (o Josué), Zoroba bel puso el fundamento del nuevo templo (Esd. 3). Sin embargo, la edificación no fue terminada sino hasta el año 516 a. de J.C. a causa de la hostilidad de los pueblos que ya estaban habitando la tierra, y que de no buen agrado veían llegar a este flujo de nuevos residentes que reclamaban el territorio. La tarea fue completada gracias a la exhortación y el ánimo dado por los profetas Hageo y Zacarías (Esd. 5:1, 2; 6:15).
Nunca estuvo lejos la hostilidad de la nueva comunidad. Cuando el libro de Esd. registra la primera oposición a la edificación del templo, inserta (anacrónicamente) dos interferencias similares, una en el reinado de Asuero (Jerjes [Xerxes]; 486–465 a. de J.C.), la otra del rey Artajerjes I (Artaxerxes I, 464–423 a. de J.C.; Esd. 4:6–23). Esta última pareciera ser un incidente separado de la oposición que experimentara Nehemías más tarde durante el mismo reinado (Neh. 4; 6).
El regreso a Jerusalén y a Judá no trajo consigo el rápido cumplimiento de la promesa profética, la cual, sin duda, esperaban los exiliados. Cuando Esdras arribó en el año 458 a. de J.C., se encontró con una comunidad que había comenzado a perder su identidad al contraer matrimonio con gente no judía. La misión complementaria de Nehemías en el año 445 a. de J.C. fue ocasionada por causa de la negligencia que había en construir las murallas de Jerusalén. Samaria, que había disfrutado del control de Jerusalén durante el período previo al regreso de los exiliados, tuvo su revés cuando Ciro nombró un gobernador en Jerusalén; sin embargo, en muchas ocasiones intentó asegurar sus demandas. Por lo tanto, las condiciones de la comunidad eran precarias.
La misión gemela de Esdras y Nehemías fue la de establecer la ley de Dios entre el pueblo y reconstruir las murallas de Jerusalén. El análisis de Esdras sobre la pobreza de vida de la comunidad (Esd. 7–8), en contraste con las expectativas proféticas, la atribuyó al propio pecado del pueblo de ser negligentes con el pacto, en donde el casarse con no judíos era la principal evidencia de ello. Su reforma culminó con una gran renovación del pacto, la cual tuvo como prerrequisito la disolución de los matrimonios mixtos (Esd. 10; Neh. 8). Con la reforma religiosa completa y las murallas recons truidas (Neh. 6:15), la vida del pueblo estaba asentada sobre un nuevo fundamento. No obstante, permanecía una fuerte sensación de “esclavitud” bajo el gobierno imperial y un sentimiento de que las grandes promesas de restauración (tales como Jer. 30–31; Eze. 34; 36) estaban aún por cumplirse (Neh. 9:32–37).
La vida religiosa de la comunidad que había regresado fue muy diferente a la de sus predecesores antes del exilio. A pesar del restablecimiento de la adoración en el templo, los mejores líderes del pueblo sabían que el futuro dependía de un nuevo y más comprometido acercamiento a la fidelidad del pacto. En esto, la enseñanza de la Tora (los libros de la ley) jugaría un papel importante; esto fue central en la misión de Esdras (Esd. 7:6), y el corazón de la renovación del pacto era la lectura y explicación de la ley (Neh. 8:1–8). De hecho, la explicación de la ley era una traducción, porque muchos en el pueblo no eran capaces de entender el hebreo durante su exilio en Babilonia y hablaban el ara meo vernáculo de la tierra.
Aquí se encontraba la semilla de lo que sería la religión del judaísmo. La centralidad de las Escrituras era un hecho crucial. Cuánto de nuestro AT fue reconocido como Escrituras por Esdras es algo que no se puede determinar con precisión, debido a que el desarrollo de un “canon” no puede ser trazado con exactitud. El estricto significado de “Tora” en el judaísmo es lo que conocemos como el Pentateuco. La lectura de Esdras perfectamente pudo haber sido eso. Sin embargo, “Tora” también tiene un significado más amplio, equivalente a “Escrituras”. La naciente sinagoga también incorporaría lecturas de los profetas y de otros libros (tales como Sal., Prov. y Dan.). La Biblia hebrea finalmente consistiría de tres secciones: la Tora, los Profetas y los Escritos. De modo que aquellos libros que habían estado en existencia por algún tiempo, ahora tuvieron un nuevo contexto, a saber, su lectura regular e interpretación en la adoración. El libro de Sal. ilustra muy bien este punto. Los sal mos individuales se remontan en algunos casos a los tiempos de David. Pero el libro de Sal., con su subdivisión en cinco libros, fue una creación del período posexílico, y representa una nueva tradición en la lectura pública y en la meditación privada de los salmos como Escrituras.
La lectura de las Escrituras también resultó en interpretación escrita de la misma en diferentes formas. Los targúmenes, p. ej. son traducciones, casi siempre paráfrasis (o midrash) de los libros bíblicos en arameo. Los targúmenes escritos son conocidos como del siglo II a. de J.C. y su producción continuó hasta la era cristiana, principalmente en Palestina. El surgimiento de estas corrientes de la tradición religiosa judía se encuentran en Esdras.

FIN DEL PERIODO DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Después de Esdras y Nehemías muy poco se conoce sobre el pueblo judío hasta el siglo II a. de J.C.  Malaquías puede ser considerado contemporáneo de este período; su profecía nos muestra un cuadro de declinación en lo religioso, y posiblemente de pobreza material. Los libros de Crón. son fechados, con variabilidad, entre 400 y 200 a. de J.C.  Su interpretación de la historia de Israel fue con el propósito de animar a la comunidad posexílica a ser fieles a Dios y, por lo tanto, saber de sus bendiciones. La prominencia que se da en Crón.  a David y a Salomón puede ser reflejo de la esperanza de restauración a la monarquía y a un nuevo tiempo de independencia.
Es interesante notar que la Biblia hebrea termina con los libros de Crón., expresando sin duda algún tipo de esperanza judía, a saber, el retorno a la independencia como nación. Para los cristianos el canon concluye con el libro de Mal., y así se pasa al NT, con la esperanza de un nuevo profeta. Cada tradición está basada en una expectación. La historia del AT es una que apunta hacia el futuro, a un nuevo capítulo en la historia mundial.
El período del Nuevo Testamento

EL PERIODO INTERTESTAMENTARIO

Cuando en nuestras Biblias vemos que los libros del NT vienen inmediatamente después de los libros del AT se pasa por alto el llamado “período intertestamentario”. Si bien este período (por definición) no provee literatura bíblica canónica, es un importante trasfondo para un entendimiento del NT. Cubre el dominio de tres imperios del antiguo Cercano Oriente: el Imperio Persa (539–331 a. de J.C.), el Griego (331–63 a. de J.C.) y el Romano (bajo el cual se desarrolla la historia del NT).
Después de su regreso del exilio el pueblo judío vivió en estrechas circunstancias bajo el dominio persa. Poco se sabe de su destino en el siglo IV a. de J.C., posiblemente porque éste fue un tiempo turbulento. El Imperio Persa cedió ante el emergente Imperio Griego, fundado por el gran conquistador Alejandro el Grande en 331 a. de J.C.  Es posible que en este tiempo la secta de los samarita nos haya echado sus raíces, aun cuando son desconocidas las circunstancias exactas de su formación. Este es un grupo de adoradores de Jehovah que se formó alrededor de la ciudad bíblica de Siquem en lo que fue el territorio del reino del norte. No se sabe lo que produjo su separación de la comunidad de Jerusalén, aunque hemos mencionado la presencia de tensiones en el tiempo de Esdras y Nehemías tanto en la comunidad como entre ésta y los extranjeros. (Incidentalmente, algunos de los enemigos de los exiliados retornados parecieran haber sido en algún sentido “yahvistas” [de Yahweh o Jehovah]; el nombre de “Tobías” en Neh. 4:7 tiene una típica terminación yahvística.) La secta construyó un templo en el monte Gerizim (que miraba desde lo alto a Siquem), evidentemente rivalizando con Jerusalén, y clamando ser el verdadero Israel. Pro dujeron su propia versión limitada de las Escrituras,  definida como el Pentateuco.  Esta versión “samaritana” del Pentateuco sigue siendo consultada por los eruditos de la Biblia hebrea como un importante testigo adicional al texto bíblico más antiguo.
El Imperio de Alejandro, dividido después de su muerte en 323 a. de J.C., fue gobernado por algunos de sus generales. Finalmente, esta división se resolvió en tres partes: la ptolemaica en Egipto, la antigónida en Macedonia y la seléucida en Asia, incluyendo Palestina. Sin embargo, la cultura de estas tres divisiones siguió siendo griega, y el período que comenzó después de las conquistas de Alejandro es conocido en la historia como helénico. En éste, el lenguaje, la cultura y el pensamiento griegos llegaron a ser dominantes a través del mundo civilizado. La subsecuente conquista del Imperio a manos de los romanos no alteró esto, sino que por el contrario le dio una nueva solidez, ya que la cultura grecorromana de este tiempo se unificó. De aquí en adelante, la historia del judaísmo y del cristianismo primitivo trataron y confrontaron esta cultura. Los judíos de Alejandría (Egipto) muy pronto sintieron la necesidad de tener las Escrituras en el idioma griego, el cual habían adoptado, y comenzaron en el siglo III a. de J.C. la traducción conocida como la Septuaginta (LXX). Puesto que el gr. llegó a ser el idioma de los educados a través de todo el imperio tanto en la época helenista como en la romana, el NT también fue escrito en ese idioma.
Durante el siglo III a. de J.C., Jerusalén y Judea fueron controladas en una forma relativamente benigna por los ptolomeos egipcios, a pesar de que el territorio en general era disputado entre ellos y los seléucidas. A comienzos del segundo siglo fueron los seléucidas quienes ganaron el control, y Jerusalén tuvo que reconocer a un nuevo jefe. Sin embargo, los seléucidas iniciaron una guerra desastrosa contra los romanos, y en su derrota tuvieron que pagar un enorme tributo. Una de las formas usadas para poder satisfacer dicha demanda fue el saqueo de los templos bajo su control. Fue en 168 a. de J.C. que el rey Antíoco Epífanes IV cometió el impensado sacrilegio entrando y robando en el templo en Jerusalén. Al año siguiente, imaginando la ciudad en rebelión, desmanteló sus murallas, en medio de horrorosas matanzas, y dedicó el templo a la adoración del dios griego, Zeus (1 Mac. 1; cf. 2 Mac. 6:1, 2). Estos eventos, traumáticos para los judíos fieles, fueron el tema de la narrativa profética en Dan. 11, en donde la “abominación que causa desolación” (v. 31) es una referencia al falso dios.
La presión ejercida por los seléucidas con respecto a su religión tuvo diferentes respuestas de parte del pueblo judío. En 200 a. de J.C. el sumo sacerdote era Simón II, hijo de Onías II, quien fue reconocido en el judaísmo por su fidelidad a las creencias judías tradicionales (Eclesiástico 50:1–21). Sin embargo, otros judíos importantes con entusiasmo participaron en el nuevo refinamiento cultural que ofrecía el helenismo cosmopolita. Algunos se unieron al servicio del régimen como cobradores de impuestos, un hecho que continuaría durante el período romano. Muy pronto, el sumo sacerdocio estaría disponible al mejor postor, y en 174 a. de J.C. Jasón, hijo de Onías III, lo aseguró ilegalmente del rey seléucida Antíoco III, e instituyó prácticas helénicas en Jerusalén, tales como el atle tismo. Luego fue despojado por un tal Menelao, quien, no siendo del linaje sacerdotal, compró el favor de Antíoco IV. Jasón escapó, y Menelao tuvo éxito en su plan de matar a Onías III. En el tiempo, incluso Menelao toleró el primer despojo del templo que hiciera Antíoco IV.
Los judíos fieles, ultrajados por sus líderes helenistas, fueron conocidos en la primera parte del siglo II como los jasidim. Su resistencia fue firme y paciente. Después de la dedicación que Antíoco IV hiciera del templo a Zeus (1 Mac. 2:29–38) y su insistencia en la conformidad religiosa, este grupo de disidentes, que difícilmente pareció suficiente a muchos, y los judíos piadosos tomaron las armas. Se unieron a la revuelta de los macabeos (o asmoneos), liderada por el sacerdote Matatías y sus hijos. (“Macabeos” era un sobrenombre, que significa “martillador”, y aplicado especialmente al hijo de Matatías llamado Judas; el término “asmoneos” deriva del nombre de la familia, Asmón.) La revuelta comenzó en el pueblito de Modín cerca de Jerusalén en 167 a. de J.C. con la muerte de un judío que estaba sacrificando a un dios pagano y de un oficial imperial que estaba supervisando dicho acto (1 Mac. 2:15–28). Esta campaña militar, liderada por Judas, llegó a ser tan sorprendentemente exitosa que culminó con la aceptación, por parte de los seléucidas, de los términos de Judas en el restablecimiento de la adoración judía en 164 a. de J.C.  Luego Judas limpió el templo de la parafernalia idólatra, y lo rededicó. La fiesta judía de Hanukáh celebra hasta hoy dicho evento.
Sin embargo, el final no fue enteramente feliz. El rey seléucida seguía insistiendo en nombrar el sumo sacerdote, y su candidato, un helenizador, abrió aun más la grieta existente entre los judíos tradicionales y los helenistas (así como entre los militantes asmoneos y los más pacíficos jasidim), provocando efectivamente una guerra civil. Como consecuencia de ello, los ejércitos seléucidas de nuevo marcharon hacia Palestina en 161 a. de J.C.  y Judas murió en la batalla. Su manto cayó sobre su hermano Jonatán, quien condujo campañas de guerrillas con resultados mixtos.
En 152 a. de J.C. Jonatán llegó a un acuerdo con el pretendiente al trono seléucida, y como resultado de ello él mismo se ofreció y aceptó el sumo sacerdocio. Jonatán y su hermano Simón ocuparon este oficio; Simón, desde 142 a. de J.C., disfrutó efectivamente de independencia, bajo la garantía romana. El mismo fue proclamado sumo sacerdote y “etnarca” por el pueblo judío. Esto fue el comienzo de lo que se conoce como la dinastía asmonea, ya que Simón y sus sucesores disfrutarían virtualmente de la posición de reyes (aun cuando el controvertido título no fue tomado por Simón). El sucesor de Simón, Juan Hircano I (134–104 a. de J.C.), derrotó a los idumeos en el sur, forzándoles a hacerse judíos, y de paso se extendió hacia la Transjordania y el antiguo territorio del norte, destruyendo el templo en el monte Gerizim. El título de rey fue adoptado por el sucesor de Juan, Aristó bulo I (104–103 a. de J.C.). Y después de él, Alejandro Janeo (103–76 a. de J.C.), el más cruel de los asmoneos, continuó con la política de expansionismo militar comenzada por Juan. Hay ironía en la degeneración de los asmoneos desde su primitivo idealismo hasta su afán por el poder de sus últimos años. Muchos judíos vieron que su propuesta no era la adecuada.

EL PERIODO ROMANO

La dinastía asmonea continuó hasta el período romano, es decir después de la conquista de Pompeyo en 63 a. de J.C.  Roma hizo su aparición en la historia bíblica en el contexto de su expansión ha cia el este. En la medida que sembraban su influencia en esta dirección su tendencia fue la de establecer “provincias”, pero a menudo, a lo menos al principio, conservando las estructuras existentes en el lugar. De modo que Pompeyo fundó la provincia de Siria en 64 a. de J.C. extendiendo ésta hasta incluir Judea cuando, un año más tarde, conquistara la región. Sin embargo, la jurisdicción del sumo sacerdote (de hecho un sacerdote-rey en el período asmoneo) fue reconocida, no sólo en el área alrededor de Jerusalén, sino también en Galilea y en Perea, al este del Jordán, lugares donde existía concentración de judíos observantes. De modo que los as moneos continuaron bajo el gobierno romano hasta el último de ellos, Antígono, quien no le cayó en gracia a sus superiores, siendo ejecutado en 38 a. de J.C.
La caída de los asmoneos dejó un  vacío, el cual fue llenado por el más famoso gobernador de Judea. Bajo la protección de Roma, Herodes el Grande, hijo de una familia judía de Idumea, quien ocupaba un alto cargo para Roma, llegó a ser rey. Había sido educado en Roma y se había casado con una descendiente de la familia asmonea (estableciendo así una débil pretensión de legitimidad ante los ojos de los judíos). Se había distinguido como administrador militar en Galilea y activamente permitió la destitución de Antígono.
Herodes gobernó hasta 4 a. de J.C., tres años después de la fecha probable del nacimiento de Jesús. Su reinado formó el trasfondo inmediato a la vida de Jesús. También dejó marcas permanentes en el territorio, ya que propició una tarea fenomenal de construcciones como parte de su política de establecer la cultura helénica. Entre sus obras más notables está la construcción de un puerto en Cesarea y la del templo. En relación con este último, He rodes extendió grandemente los cimientos del antiguo templo, o la plataforma, transformando el no impresionable templo que databa del tiempo de Zorobabel en una gran y magnífica obra central en Jerusalén. Con exactitud estos dos proyectos ilustran las dos formas con las cuales Herodes  trató de responder tanto a los romanos (en nombrar el puerto para honrar a César) como a los judíos, quienes nunca le aceptaron por causa de su origen idumeo. Nunca fue capaz de sentirse seguro y vivió en constante temor de amenazas a su trono y a su vida. Sin duda, este hecho explica en parte la terrible historia de la “masacre de los niños” en Mat. 2:16–18.
Después de Herodes, su reino fue dividido en tetrarquías, las que fueron gobernadas por sus hijos. Arquelao llegó a ser etnarca (no rey) de Judea hasta 6 d. de J.C., año en que fue destituido. A partir de este tiempo, Judea fue gobernada directamente por procuradores romanos, y de esa manera llegó a ser una “provincia”. Con la destitución de Arquelao la pretensión de un gobernante local se fue diluyendo (si bien hubo un breve avivamiento de esto bajo Herodes Agripa I [41–44 d. de J.C.], quien usó el nombre de rey). Por lo tanto, Judea más que nunca fue integrada al Imperio Romano. Los procura dores incluyeron a Poncio Pilato (26–36 d. de J.C.), Antonio Félix (52–60 d. de J.C.), y Porcio Festo (60–62 d. de J.C.); estos últimos dos se mencionan en Hech. 24. Estos fueron conocidos por su avari cia y crueldad. Pilato mismo fue recordado, por el historiador contemporáneo Josefo, por su particular ejemplo de tiranía.
La idea de gobernante local persistió en otros de los territorios que pertenecieron a Herodes el Grande. Herodes Antipas gobernó como tetrarca de Galilea desde  4 a. de J.C. al 39 d. de J.C., y He rodes Felipe fue tetrarca de Iturea, al este y al norte del mar de Galilea, desde el año 4 a. de J.C. hasta el año 34 d. de J.C. (ver Luc. 3:1). Fue Herodes Antipas, en cuyos territorios Jesús desarrolló la primera fase de su ministerio, quien ejecutó a Juan el Bautista (Mar. 6:14–28), y ante quien Pilato envió a Jesús para ser juzgado (Luc. 23:6–12).
La presencia romana en Judea afectó profundamente la vida diaria. El sistema de impuestos es un buen ejemplo. Las provincias romanas tenían que pagar tributos a César, y eran impuestos sobre las pro piedades y sobre una variedad de bienes y transacciones. Cuánto afectó el impuesto total a la gente no se conoce, pero se sabe que la tendencia de au mentarlos era muy grande. Los derechos para exigir impuestos fueron vendidos a empresarios, y mientras éstos eran supervisados por los procuradores, el abuso era una práctica común. Con los tradicionales tributos para el templo más otras demandas, los judíos en el período romano estuvieron bajo una gran carga.
La siempre presente presencia del ejército romano fue otro hecho de la vida diaria. La fortaleza Antonia en Jerusalén, una reconstrucción herodiana de un fuerte macabeo, eclipsó al templo. De modo que los soldados fueron una vista común a los habitantes en Judea y serían usados con cruel efecto en caso de una insurrección. A los ojos de la gente común, sus vidas fueron dominadas por una incómoda alianza de sus propios gobernantes co rruptos y las fuerzas romanas. Entonces no es una sorpresa que en el juicio de Jesús y su crucifixión se vieran envueltos ambos poderes. Sin embargo, en ocasiones la presencia del ejército sería benigna (Luc. 7:2–5).
En los tiempos de Jesús, la memoria de los antiguos triunfos sobre los poderes imperiales (esto es, las victorias macabeas sobre los seléucidas griegos) no habían sido olvidadas. Este era el trasfondo para aquellas esperanzas que sugerían que los romanos también quizá serían echados de la tierra prometida. Los Evangelios proveen destellos del descontento judío militante, como es el caso del revolucionario Barrabás (Luc. 23:18–25). De hecho, el surgimiento de los zelotes data del tiempo en que fue nombrado el primer procurador, cuando Judas el Galileo lideró una revuelta contra Roma en 6 d. de J.C.  Sus hijos hicieron lo mismo 30 años más tarde. Durante la vida de Jesús, el siempre latente descontento fue mantenido bajo control. En las décadas siguientes a la muerte de Jesús, el descontento estalló teniendo como resultado la revuelta con tra Roma entre 66 y 73 d. de J.C.  El clímax de dicha revuelta fue el sitio y la caída de Jerusalén, en las más terribles circunstancias, en 70 d. J.C., aun cuando Masada resistió por tres años más.

EL JUDAISMO EN LOS TIEMPOS DE JESUS

Hemos mencionado que el judaísmo ya se había dividido en los primeros años del gobierno que ejercieron los seléucidas en Palestina (c. 200 a. de J.C.) entre los que aprobaban la influencia hele nista y aquellos que se adhirieron rigurosamente a las leyes y tradiciones del judaísmo. De hecho el judaísmo había llegado a ser un movimiento con variadas expresiones, con una cultura total de la “diáspora” (pueblo esparcido) desarrollada en diferentes partes del mundo antiguo más allá de los límites de Palestina. Las sinagogas de la diáspora jugaron una parte en el desarrollo de la iglesia primitiva. En la misma Palestina, cuatro grupos son generalmente identificados (siguiendo a Josefo) en el siglo I de la era cristiana: los fariseos, los saduceos, los esenios y los zelotes.
El surgimiento de los saduceos y los fariseos puede ser encontrado durante el gobierno de Juan Hircano I (134–104 a. de J.C.).  El jasidismo, sin du das, se opuso al derecho de Juan al sumo sacerdocio, de modo que se inició una tradicional oposición del jasidismo al gobierno asmoneo (a pesar que en los primeros años el jasidismo y los macabeos habían hecho causa común) la cual vino a caracterizar el movimiento conocido como farisaico. (El nombre “fariseo” significa “separado”, aun cuando no es claro en qué sentido preciso lo significa, o si simplemente el grupo lo usó para ellos mismos.)  Este fue un movimiento del pueblo el cual fue popular entre la gente común que estaba disgustada con la forma engrandecida de gobernar de los asmoneos. Bajo el gobierno tirano de Alejandro Janneo (103–76 a. de J.C.), muchos murie ron a causa de su abierta oposición a su gobierno ostentoso y egoísta. Si bien disfrutaron nuevamente de influencia durante el gobierno de Salomé Alejandra (76–67 a. de J.C.), no contaban generalmente con el favor político, puesto que actuaban como un partido de oposición. Los fariseos enfatizaban el estudio de la Tora y una atención cuidadosa del ceremonial de la purificación. En teología, ellos enfatizaban la libertad de la voluntad, lo cual sin duda estaba relacionado con su énfasis en la observancia de la ley.
Su interés por la ley abarcaba tanto la ley oral como la Tora misma, p. ej. el cuerpo de interpretaciones de la ley el cual fue aumentando por lo menos desde la segunda mitad del siglo I a. de J.C. (cf. Mat. 15:2; Mar. 7:3, 5), si bien éste encuentra su depósito literario en la Mishna sólo en el siglo II d. de J.C.  Los fariseos diferían de los saduceos en el otorgamiento de autoridad a la ley oral, casi similar a la autoridad que tenía la Tora.  (De hecho, la ley oral consistía en dos elementos: la halakah, o ley moral, la cual era obligatoria a todos los judíos, y la haggadah, que era enseñanza y reflexión, y que no tenía la misma obligatoriedad.)
En forma acertada, en tiempos recientes se ha dirigido la atención a los altos ideales, valor y piedad genuina que inspiraron al movimiento farisaico, lo que hace que las críticas de Jesús sean aun más admirables.
Los saduceos emergen como grupo identificable en el incidente que involucró a Juan Hircano I, mencionado arriba, en donde éstos le apoyaron. Fueron un partido de aristócratas en el Sanedrín, o el consejo gobernante, el cual sirvió a los asmoneos, y con los fariseos en contra, ellos normalmente fueron mayoría. El partido evidentemente involucró sacerdotes y los que no lo eran, y entre los sacerdotes pareciera ser que hubo varios sumos sacerdotes durante el período de Herodes el Grande y en el tiempo de Jesús. Estos difieren de los fariseos en no aceptar autoridad especial en la ley oral y en la negación de la resurrección (Hech. 4:1, 2; 23:8).
Los esenios eran un grupo que parecía idéntico a la comunidad sectaria de ascetas que vivían recluidos en Qumrán, en el extremo norte del mar Muerto, aun cuando aparentemente sus miembros “asociados” vivieron una vida más normal en toda la región de Judea. Esta es la comunidad que produjo los famosos Rollos del Mar Muerto. Su origen no puede ser trazado con certeza. Algunos los ven como descendientes del jasidim macabeo, un grupo que llegó a desilusionarse con los acomodos de sus nuevos gobernantes judíos, y por lo tanto prefirieron escoger el camino de la marginación. Otros piensan que se originaron en un grupo de los que regresaron del exilio de Ba bilonia a Palestina en el siglo II a. de J.C., posiblemente vía Damasco (uno de sus escritos se conoce como “Documentos de Damasco”) y, al encontrar corrupta a Jerusalén, optaron por una vida asceta como forma de protesta.
La piedra de tropiezo específica de los esenios pudo haber sido la aceptación asmonea en el sumo sacerdocio, toda vez que estos últimos clamaban ser legítimos descendientes de la antigua línea sa cerdotal, hecho altamente cuestionable. Los escritos de la secta frecuentemente mencionan a un sacerdote inicuo, presumiblemente un sumo sacerdote, a quien se oponía su propio Maestro de Justicia, el líder, posiblemente el fundador de la secta.
Cualquiera que haya sido su origen, son conocidos por haber estado en Qumrán a lo menos desde la última parte del siglo II a. de J.C., o posiblemente más temprano. Ellos creyeron que, por causa de la corrupción de Jerusalén, un día de juicio estaba cerca, en el cual serían considerados como el remanente justo.
Los Rollos del Mar Muerto contienen textos de muchos libros del AT, así como escritos de la misma comunidad. Estos últimos incluyen interpretaciones de libros bíblicos, normas para la vida de comunidad y trabajos acerca de los últimos tiempos.
El último grupo importante eran los zelotes. Ellos se inspiraron en las memorias de los primeros sucesos macabeos, y representaron el odio al gobierno extranjero y pagano de Israel. Su agitación culminó, como ya lo hemos mencionado, con la revuelta judía del 66 al 73 d. de J.C., aunque la insurrección estaba más ampliamente basada dentro del judaísmo.

TEOLOGIA E INTERPRETACION

Obviamente, todos los grupos en el judaísmo se consideraban a sí mismos de alguna manera en la línea de las tradiciones antiguas. De modo que las diferencias entre ellos fueron en alguna medida diferencias con respecto a una interpretación correcta de dichas tradiciones. Que hubo ardorosos debates sobre la verdadera naturaleza de la fe es evidente a partir de la abundante literatura que fue generada en los dos últimos siglos a. de J.C. y el pri mer siglo d. de J.C.  Durante este período el judaísmo se fue definiendo a sí mismo. La literatura da evidencia de una amplia variedad de ideas, las cuales no pueden ser reducidas a un sistema cohe rente. La diferencia entre los saduceos y los fariseos sobre la cuestión de la resurrección (Hech. 23:8) es un buen ejemplo de esto.
La literatura tomó una variedad de formas. Ya hemos mencionado la “ley oral”, que en el proceso comenzó a escribirse, y que en el tiempo se transformaría en la Mishna (siglo II d. de J.C.) y finalmente en el voluminoso Talmud (siglo V d. de J.C.). Este fue asociado principalmente con los fari seos, y con dos rabinos en particular, Shammai y Hillel, quienes vivieron en el primer siglo a. de J.C.  Los debates entre Hillel y Shamai están recopilados en la Mishna, con el rabinismo judío tendientes a favorecer la estricta interpretación que Hillel le diera a la ley. El carácter del rabinismo judío, que ha sido reconocido como “ortodoxo”, es testigo del triunfo de esta clase de farisaísmo en el curso del siglo I.
Hubo otras formas de interpretación. En Qumrán, la comunidad hizo comentarios de textos bíblicos. El pesher (interpretación) de Hab. 1–2 es un ejemplo. En éste los eventos profetizados se consideran cumplidos en la comunidad. El pesharim de Qumrán puede ser reconocido como una forma temprana del tipo de literatura que conocemos como targum, que fuera discutido anteriormente (en relación con Esdras).
Aparte de la interpretación de la literatura bíblica hubo muchos trabajos creativos, tales como los libros que conocemos como apócrifos. Entre ellos está Eclesiástico (o la Sabiduría de Josué ben Sira), que data de 180 a. de J.C. y que está escrito en la tradición del  libro de Prov. del AT.  Este ha sido enseñado para mantener unidas las ideas que más tarde pasarían al saduceísmo (negación de la resurrección y el interés por el templo) o al farisaísmo (con respecto a la ley y la necesidad de la gente de superar el pecado). Otro libro de “sabiduría” es la Sabiduría de Salomón, el cual a diferencia de Eclesiástico, trata de unir el judaísmo ortodoxo con la filosofía griega contemporánea en Alejandría. Los libros de Macabeos (fuente principal para el período de los macabeos) no son sólo libros de historia, sino que también reflejan ideas teológicas. El li bro de 1 Macabeos ha sido considerado saduceo por su falta de exhortación en favor de la idea de la resurrección; mientras que 2 Macabeos exalta el martirio causado por la fidelidad y expresa la idea de la resurrección de los justos (2 Mac. 7:9), lo cual lo pone al lado de las creencias del farisaísmo.
Otros libros apócrifos son trabajos de instrucción religiosa de formas muy variadas. Posiblemente el más notable sea 2 Esdras.  Este es uno de una serie de libros (incluyendo el canónico) que lleva el nombre de Esdras. 2 Esdras es un libro cristiano en su forma actual, aun cuando contiene un apocalipsis judío en los caps. 3–14, llamado en algunas versiones judías 4 Esdras. Este documento expresa la perplejidad de los fieles judíos que siguieron la caída de Jerusalén en 70 d. de J.C., y pregunta cómo puede ser que un Dios justo haya permitido que su pueblo sufriera de forma semejante. Al preguntarse esto repite un tema religioso honrado en el tiempo, ahora en la forma de imaginaciones extrañas y fantásticas, y que conocemos como literatura apocalíptica.
Además de los apócrifos hay abundante material conocido como pseudoepígrafo, una colección de escritos que ha sido falsamente atribuida a  grandes figuras de la historia bíblica y judía. Muchos de ellos están escritos en la forma apocalíptica. Esto esencialmente significa una “revelación ” o “descubrimiento”. Los dos libros bíblicos que son generalmente puestos en esta categoría de apocalípticos son Dan. y Apoc., pero hubo muchos otros. El material apocalíptico se caracteriza por revelaciones especiales , frecuentemente hechas por ángeles a individuos, y siempre a través de sueños y visiones. Es característico que las visiones hagan uso de imaginaciones fantásticas y también de símbolos a través de los cuales se revela el plan de Dios para el futuro.
Lo apocalíptico está asociado con los tiempos de grandes sufrimientos. De hecho, se ubica a Dan. en el exilio babilonio. Otros vienen del período de la opresión seléucida. La forma apocalíptica (como 1 Enoc) es asociada clásicamente con un interés en la resurrección y en las últimas cosas (escatología). Originalmente esto surgió como una forma de responder al sufrimiento experimentado bajo los seléucidas. Sin embargo, la literatura alberga diferentes puntos de vista. Para el tiempo de 2 Esdras parece ser que la forma de lo apocalíptico acomodaría el pensamiento en donde la especulación escatológica no era lo primordial; el interés de este libro es cercano a cierta literatura de sabiduría del pasado. (Ver también el artículo sobre Apócrifa y Apocalíptica.)

EL MESIAS

Es claro, a partir  del  NT, que la  expectativa mesiánica era parte de la esperanza de liberación judía en los tiempos de Jesús. Aun así es imposible usar la literatura de la época para reconstruir una doctrina mesiánica coherente. No todo el material que habla de la salvación futura de Dios tiene un claro elemento mesiánico. Donde se observa la esperanza mesiánica, ésta se relaciona con corrientes de enseñanza del AT, tal como la esperanza de un nuevo Rey davídico (Eze. 34:23), el Siervo Sufriente (Isa. 53) y el Hijo del Hombre en Daniel. Ellas se manifiestan a sí mismas en diferentes formas en la literatura intertestamentaria.
Los esenios esperaban un Mesías, aparentemente para guiarles en la batalla final contra el mal. Sin embargo, pareciera que ellos esperaban dos Mesías, uno real y otro sacerdotal. Salmos de Salomón, del primer siglo a. de J.C./d. de J.C., ve la venida de un rey guerrero davídico que reuniría al pueblo esparcido de Israel en su tierra y les gobernaría en inocencia y justicia, sometiendo al resto de las naciones (Sal. de Sal. 17:21–46; 18). Esta figura no parece ser divina. Por otro lado, el Hijo del Hombre, la figura celestial conocida por Daniel 7, aparece nuevamente en 1 Enoc 45–57. Es un superhombre, un individuo preexistente, que gobierna a las naciones y finalmente las trae a juicio. De modo que los judíos que conocieron a Jesús tuvieron una mezcla de ideas sobre las cuales formar sus conceptos acerca del Mesías. De los Evangelios se desprende que la idea de un rey-guerrero prevaleció (Mat. 22:42; Juan 6:15). Pareciera ser que Jesús mismo tuvo precaución en la aplicación a su persona de las ideas mesiánicas (Mat. 9:30), pero al mismo tiempo aplicó ampliamente las promesas del AT en su entendimiento de sí mismo.

JESUS

La vida de Jesús debe ser entendida en el contexto del mundo judío cuyos hechos brevemente hemos bosquejado. La primera parte de su ministerio en Galilea se desarrolló en el área tradicional del judaísmo dividido, en vez del área helenista. De aquí llamó a sus discípulos. Evidentemente ellos fueron expuestos a la variedad de pensamientos que había entonces. Uno había sido zelote (Luc. 6:15). Sin duda que otros también fueron influidos  por la idea de un rey-guerrero como Mesías y el Reino que establecería (Mar. 10:35–45; Hech. 1:6). Mateo había sido cobrador de impuestos, empleado por los romanos.  Uno puede imaginarse las tensiones entre los Doce en esos primeros días.
La enseñanza de Jesús trató los temas cruciales del día: la interpretación de la ley, la conducta de la adoración sacrificial, la observancia del Sabbath, la relación con Roma y la liberación de Israel, temas que, como hemos observado, dividían a los judíos.  Obviamente Jesús también despertó interés en aquellos que esperaban al Mesías. Constantemente rechazó el ser identificado con algunas de aquellas ideas, como descubrieron sus discípulos; tal vez esto fue la razón de la pérdida de paciencia en Judas. Sobre la observancia del Sabbath, él declaró una libertad soberana (Mat 12:8); en la observancia ritual en general, tan querida para los fariseos, él insistió en la prioridad de la “misericordia” (Mat. 9:13; 12:12); sobre la ley, él declaró que la cumplía (Mat. 5:17) y también condenó a quienes se preocupaban por cumplir los detalles de ésta mientras descuidaban en ella lo esencial (Mat. 23:23). Su proclamación del Reino no fue una pro mesa de victoria para el Israel nacional, sino que trajo un mensaje austero de advertencia para el antiguo pueblo escogido (Mat 13:1–51; Mar. 12:1–12). El templo no era sacrosanto. Su actitud hacia éste y hacia las autoridades del mismo parece ambigua porque, por un lado, evidentemente reconoció su autoridad en los asuntos del diario vivir (Mat. 8:4) y, por otro lado, se refirió a sí mismo como “uno mayor que el templo está aquí” (Mat. 12:6). En otros textos él se identificó a sí mismo como el “verdadero templo” (Juan 2:19–22; cf. Mar. 14:58).
Con enseñanza como esta Jesús confrontó a la gente de su tiempo con decisiones difíciles. Su mensaje implicaba nada menos que una revalorización de cada parte de la vida de la nación y del antiguo pacto entre Dios e Israel. De aquí en adelante, el pueblo de Dios no conocería fronteras nacionales (Mat. 8:10–12). Las enseñanzas de los apóstoles, especialmente de Pablo, tocan los mismos temas (Rom. 3:21, 22 sobre la ley; Rom. 9–11 sobre Israel; Gál. 3:27–29 sobre judíos y gentiles; 1 Cor. 3:16, donde la idea del “templo” se extiende a la iglesia; cf. también Heb. 10:11–18, donde Jesús es tanto el sumo sacerdote como el sacrificio).

LA IGLESIA Y EL JUDAISMO

La salida de la iglesia de la sinagoga no fue ni rápida ni fácil. La actitud de los líderes judíos no fue uniforme al principio. La primera oposición a la igle sia vino de los saduceos, quienes se opusieron a la predicación de la resurrección y obviamente a sus implicancias mesiánicas (Hech. 4:1–3; 5:17, 18). En este caso, inesperadamente, un fariseo llamado Gamaliel defendió a los discípulos (Hech. 5:33–39). Esto pudo haber sido porque al principio de la predicación de los discípulos no desafiaron abiertamente la posición del templo y la ley ceremonial. Sin embargo, cuando Esteban precisamente lo hizo, los líderes judíos unidos le entregaron para ser ejecutado (Hech. 7:42–60).  Por lo tanto, los cristianos habrían sido reconocidos por líderes judíos como un grupo separado desde sus inicios.  Una posterior persecución ordenada por Herodes Agripa I (41–44 d. de J.C.) marcó claramente a los cristianos, para satisfacción de los judíos (Hech. 12:1, 2). Las relaciones empeoraron cuando los cristianos decidieron no unirse en la revuelta de 66–73 d. de J.C.  Se sintieron víctimas de represalias, y la iglesia de Jerusalén huyó hacia Pella en la Transjordania. Cabe destacar que el rompimiento decisivo entre la iglesia y la sinagoga no ocurrió hasta la revuelta de Bar-Kochba, hecho que ocurrió en 132–135 d. de J.C.
Los variados efectos de 70 d. de J.C. en las dos comunidades revelan mucho. La destrucción de Jerusalén naturalmente provocó una gran búsqueda del alma entre los judíos y despertó recuerdos de las pasadas devastaciones a manos de los gobernantes extranjeros. (2 Esdras registra algunos de estos interrogantes.) Por otro lado, la iglesia, a pesar de su propio sufrimiento en esta época, vería los acontecimientos como el cumplimiento de los dichos de Jesús (Mat. 24:1, 2). La epístola a los Heb., a pesar de que su autoría y fecha son disputadas, muestra cómo la iglesia primitiva llegó a estar de acuerdo en el hecho de que los rituales del templo (o “tabernáculo”) no eran relevantes para los creyentes en Cristo.
Por todo esto, la ley y la identidad judía para los cristianos fue un tema doloroso durante estas décadas. Es claro que en la iglesia en Jerusalén hubo quienes fueron reticentes a ceder sus tradiciones judías profundamente enraizadas, como lo declara la presencia de fariseos formando parte del concilio en Jerusalén (Hech. 15:5). Derrotados en esta ocasión por la apelación de Pedro, su influencia permaneció en forma considerable. Cuando Pablo regresó a Jerusalén de su tercer viaje misionero, Jacobo (Santiago), el hermano de Jesús, quien aparentemente era el líder de la iglesia en Jerusalén, expresó la preocupación de un grupo de sus herma nos en el sentido de que Pablo estaría desanimando la observancia de la ley ceremonial entre sus convertidos (Hech. 21:20–26). Es evidente que la tentación de regresar a las costumbres judías era muy fuerte para los creyentes. Pablo nos dice que hasta Pedro cedió a ella en Antioquía (Gál. 2:11, 12). En Palestina, entonces, este fue el gran tema que enfrentó la iglesia primitiva. Aquellos que no estaban tan ligados a la herencia judía bien pudieron haber sido apartados por la presión de las autoridades. Sin duda, esto quizá fue el verdadero comienzo de la misión a los gentiles.

LA MISION A LOS GENTILES

El incentivo principal para la misión entre los gentiles vino de los viajes del apóstol Pablo. Como re sultado de sus viajes misioneros al Asia Menor y Grecia, muy pronto la iglesia cristiana comenzó a florecer en diferentes lugares del mundo del Mediterráneo. Chipre y partes del Asia Menor fueron los destinos de su primer viaje misionero; Macedonia fue el segundo, y una incursión más amplia por Asia Menor el tercero (ver los mapas en el comentario sobre Hech.). Los tres viajes misioneros se completaron para 58 d. de J.C.  En Roma ya existía la iglesia y era próspera para cuando les escribió su carta en 57 d. de J.C., antes que él arribara al lugar.
La estrategia de Pablo fue ir primero a las sinagogas. No obstante, la misión estaba destinada a los gentiles, y la naciente iglesia estaba compuesta por judíos y gentiles.  Sin embargo, aquí también la cuestión de la ley ceremonial llegó rápidamente a ser una preocupación. Sin duda que surgió parcialmente por causa de la táctica de Pablo de ir primero a las sinagogas. Pero hubo algunos dentro de la igle sia que fueron celosos promotores de un entendimiento “judío” del evangelio. Pablo se opuso vehementemente a esta posición en la epístola a los Gálatas (Gál. 3:1–5; 5:2–12). Es cierto que Pablo mandó circuncidar a Ti moteo, pero lo hizo como una medida táctica de su misión a los judíos (Hech. 16:3), si bien él sabía que la circuncisión en sí no tenía valor alguno (1 Cor. 7:19). En todo caso, la esencia de su evangelio fue que la salvación era por gracia a través de Jesucristo, y no por la ley.  En la diáspora, como en Palestina,  los judíos reconocieron que esto significaba una seria amenaza a sus creencias y, por lo tanto, los que no se convirtieron se opusieron fuertemente a la nueva fe (Hech. 14:19).
Roma también entendió pronto que algo diferente había aquí; el emperador Nerón pudo separar a los cristianos de los judíos en una persecución en la cual los culpó del incendio de Roma en 64 d. de J.C.  Esto fue un acontecimiento serio para la iglesia en general, ya que significó que no podrían disfrutar de la protección que le fue otorgada al judaísmo como una religio licita  (religión permitida) del Imperio Romano. Una persecución más tarde en el período de Domiciano (81–96 d. de J.C.), involucró también a los judíos. Las crueldades de los menos iluminados emperadores de Roma están reflejadas en el libro de Apocalipsis, en donde el Imperio es visto en el papel de Babilonia, el antiguo opresor.
La hostilidad de Roma a la iglesia primitiva arrojó una luz diferente a los temas que tuvo que enfrentar. Ya en partes de Palestina, y mucho más en el mundo más allá, la iglesia enfrentó el profundamente enraizado paganismo. Roma misma tenía una religión oficial, que involucraba la adoración al emperador, la cual imponía, aunque esporádicamente, resultando en una persecución.  El paganismo también estaba profundamente enraizado en la cultura del pueblo. En este contexto, Pablo y Bernabé fueron confundidos por los dioses Zeus y Hermes en Listra (Hech. 14:11, 12). Nuevamente Pablo lo confrontó, aunque en una forma sofisticada, en Atenas (Hech. 17). La necesidad de persuadir a la gente de semejantes trasfondos en cuanto al evangelio fue una materia diferente de los debates con sus contemporáneos judíos, y Hech. registra el comienzo de la historia notable de la adaptación de los apóstoles a la nueva situación.
Los libros del NT fueron escritos en este mundo de tensiones que se oponían entre sí. La iglesia cristiana recibió poder por el Espíritu Santo en Pentecostés para predicar las buenas nuevas acerca de la resurrección de Jesús. Esto lo hizo en los Evangelios, las epístolas y el Apocalipsis de Juan por un lado, tanto oponiéndose a las pretensiones de las otras religiones como también logrando ga nar a sus adherentes para Cristo. Cada uno de los libros del NT tiene su propio trasfondo y destino y enfrenta asuntos particulares. En ese sentido el NT tiene una interesante variedad. Pero su compromi so central al evangelio de Jesucristo es la nota sobre la cual podemos decir que concluye la “historia bíblica”, aun cuando la historia de la iglesia en los siglos venideros estaba por comenzar.
Gordon McConville

EL PENTATEUCO

En el ATAT Antiguo Testamento los libros de Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio no sólo son los primeros, sino que son de primerísima importancia. Describen los orígenes de Israel como nación y la revelación del Dios que creó la nación en primer lugar, y a través de la ley determinó todo el estilo de su vida. Estos cinco libros conforman la primera sección de la Biblia hebrea, y en el NTNT Nuevo Testamento (p. ej.p. ej. Por ejemplo Luc. 24:44) se les refiere simplemente como “la Ley”, designación usada hasta el día de hoy por los judíos. El Pentateuco, un término gr., significa lit.lit. Literalmente “cinco rollos”.
Este artículo pretende explicar la estructura del Pentateuco y su tema central; bosquejar la contribución particular de cada libro al tema; y finalmente examinar el origen histórico del Pentateuco y los asuntos relacionados con las fuentes, su contexto y autoría.
David Clines ha resumido hábilmente el tema del Pentateuco como “el cumplimiento parcial —que implica también el no cumplimiento parcial— de las promesas a, o bendiciones de, los patriarcas” (The Theme of the Pentateuch [JSOT Press; 1978], p. 29). Las promesas a los patriarcas, de la tierra, de los descendientes, de una relación de pacto y las bendiciones a las naciones, son anunciadas por primera vez en Gén. 12:1–3, cuando el Señor llamó a Abraham a dejar su familia por una tierra que él le mostraría. Los múltiples mensajes divinos subsecuentes en el Gén. elaboran y enriquecen estas promesas. Por ejemplo, es gradualmente hecho claro que la tierra de Canaán fue la tierra prometida y que ésta sería la posesión de los descendientes de Abraham para siempre (ver Gén. 13:14–17; 17:8). También la promesa de los descendientes se hace en forma más específica, a medida que es evidente que el primero de esos descendientes no fue Lot (Gén. 13.), tampoco Eliezer (Gén. 15), ni Ismael (Gén. 17), sino Isaac, el hijo unigénito de Sara, la anciana esposa de Abraham.
No son sólo las promesas las que se relacionan con el tema del Pentateuco. Cada episodio en la historia o estatuto en la ley contribuye a desenvolver el tema. Por ejemplo, la urgente demanda por santi dad se relaciona con dos aspectos de la promesa, el don de la tierra y la relación del pacto. Se ordena a Israel que sea santo como Dios; siendo la santidad la esencia de su carácter, Israel como socio en el pacto con Dios debe imitarlo (Lev. 11:45). Es más, la presencia continua de Dios e Israel en la tierra prometida depende de la conducta justa de este último. La gravedad del pecado corrompe la tierra haciendo imposible que Dios habite allí e incitando a la tierra a no tolerar a sus habitantes (Lev. 18:25–28).
Si bien Gén. 1 revela a Dios como el Creador todopoderoso que hizo y controla todo el mundo, el cumplimiento de las promesas a Abraham no se efectúa en el Pentateuco. Sus descendientes totalizaron cerca de 70 en el tiempo cuando su nieto Jacob dejó Canaán (Gén. 46:27), siendo suficientes para causarle preocupaciones al faraón en Egipto algunas generaciones más tarde (Exo. 1:10); sin embargo, no eran suficientes en número como para poblar la tierra de Canaán en los días de Moisés, según Deut. 7:17–22. De igual manera, si bien toda la tierra fue prometida a Abraham, todo lo que él logró adquirir fue terreno suficiente como para en terrar a Sara (Gén. 23). Jacob compró un poco más (Gén. 33:19), pero el Pentateuco termina con Moisés viendo toda la tierra desde la cima de una montaña en Moab y al pueblo dispuesto a cruzar el Jordán para entrar en Canaán (Deut. 34). Las promesas son parcialmente cumplidas en el Pentateuco. Los cinco libros miran hacia el futuro, hacia el cumplimiento definitivo de la promesa. A través de ellos corre la tensión entre el “ahora” del presente cumplimiento y el “todavía no” del cumplimiento completo en el futuro.
Gén. 1–2 presentan la creación saliendo perfecta de la mano de Dios. Se proveyó para toda necesidad humana: El hombre, la mujer y Dios vivieron en perfecta armonía. Había confianza del uno en el otro y disfrutaban de la compañía mutua, caminando juntos en el verde huerto del Edén en lo fresco del día. Esta era dorada fue abruptamente llevada a su fin por la desobediencia humana cuando Adán y Eva comieron del fruto prohibido. Su expulsión del huerto selló el fin de una era, una etapa, la cual el esfuerzo humano nunca podría recuperar. Sin embargo, el Pentateuco busca una restauración parcial de esta era ideal a través de la iniciativa de Dios. La tierra de Canaán podría ser un lugar donde el Señor viviría con su pueblo como él vivió en el Edén. De hecho en el tabernáculo o en el templo el “caminaría” entre ellos igual como lo hiciera allá (Lev. 26:12; Núm. 35:34). La promesa a Abraham de que tendría una descendencia numerosa es una seguridad del hecho de que, por el poder divino, en él se cumpliría el mandato da do a la primera pareja: “sed fecundos y multiplicaos”. El matrimonio arquetípico de Adán y Eva en Gén. 2 retrata el matrimonio ideal que se presupone en las leyes de Lev. 18, 20; Deut. 22, 24, y que es explícitamente citado por Jesús y Pablo como el modelo de Dios para el matrimonio y la relación hombre-mujer en la nueva era inaugurada por la venida de Jesucristo (Mat. 19:3–12; Ef. 5:22–33). Esa también fue una era cuando Dios caminó sobre la tierra. Pero como en el Pentateuco, el NTNT Nuevo Testamento mira hacia un cumplimiento total en la nueva Jerusalén, en el que “el tabernáculo de Dios está con los hombres, y él habitará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apoc. 21:3).

CONTENIDO Y TEMA DE CADA UNO DE LOS LIBROS
Habiendo tratado el tema global del Pentateuco, el cumplimiento parcial de las promesas a los patriarcas, ahora nos ocuparemos de cada libro por separado, desde Gén. a Deut.

Génesis

Génesis (“origen”) explica los orígenes del mundo y el lugar de Israel en éste. Para apreciar sus primeros capítulos, el lector moderno deberá ponerse en el lugar de quien vivió hace 3.000 años en el antiguo Cercano Oriente. Tal persona debería estar familiarizada con muchas historias de los orígenes del mundo tanto de Babilonia como de Egipto. Un antiguo cananeo o babilonio se habría sorprendido al leer por primera vez el libro de Gén, porque si bien en el bosquejo el tema de Gén. 1–11 tiene su paralelo con otros textos antiguos, el cuadro del po der y la preocupación moral del Dios todopoderoso quien es revelado en Gén. dejaría maravillado a cualquiera que se crió creyendo en una multitud de pequeños e impotentes dioses y diosas.
El principal tema de Gén. y los siguientes cuatro libros es el cumplimiento de las promesas de Dios a los patriarcas. En 12:1–3 Dios prometió a Abraham que le daría la tierra, que tendría una descendencia numerosa, que tendrían una estrecha relación (a través del pacto) y que por medio de él todas las naciones serían bendecidas.
El resto del Gén. amplía y elabora estas promesas (especialmente los caps. 15, 17, 22, 28, 46). Pero más que eso, Gén. muestra esas promesas siendo cumplidas gradual y parcialmente. Después de muchos años de esperar un hijo, Isaac nació a Abraham y Sara (21:1–7). Cuando Sara murió, Abraham usó esa oportunidad para comprar una pequeña porción de tierra en Canaán para enterrar a su mujer (cap. 23). A través de Abraham, Melquisedec y Abimelec recibieron bendiciones (caps. 14; 20); y a través de José, Egipto y muchas de las naciones a su alrededor fueron libradas de la hambruna (caps. 42–47).
Sin embargo, por sobre todo, el Señor prometió que él sería el Dios de Abraham y que le protegería. Así lo hizo, a pesar de las veces en que la fe de Abraham falló y actuó neciamente (ver 12:10–20; 16:20). Con todo, Dios estuvo con Abraham, Isaac, Jacob y José (ver 26:3; 28:15; 39:2, 21), protegiéndoles y prosperándoles.
A través del Gén. corre el tema de la gracia, la misericordia de Dios a pesar del pecado humano. Los capítulos iniciales del libro muestran a Dios creando un ambiente perfecto en el huerto del Edén. La rebelión humana les condujo a la expulsión del huerto. Peor y más ampliamente diseminado el pecado condujo al diluvio destruyendo [casi] toda la humanidad. Y Dios comenzó de nuevo con una nueva raza encabezada por el justo Noé. Desafortunadamente él falló y también su hijo Cam pecó (9:20–27), y el proceso de pecado sometiendo a la humanidad comenzó de nuevo, culminando con la dispersión de las naciones en Babel (11:1–9).
Dios comenzó de nuevo con Abraham, el antepasado de Israel, y Gén. muestra cómo Dios planeó restaurar la raza humana por medio de él y sus descendientes. De todas maneras el programa divino obviamente era incompleto hacia el final de Gén., conduciéndonos a leer más para descubrir cómo los propósitos de Dios al fin se fueron cumpliendo.

Exodo

Exodo (“salida”) nos cuenta cómo el pueblo de Israel salió de Egipto y viajó hasta el monte Sinaí. Allí el Señor se les apareció, hizo un pacto con ellos en que él sería su Dios, y les reveló la ley.
Los antepasados de Israel habían entrado en Egipto por invitación de José, aproximadamente en 1700 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo Un cambio en la dinastía egipcia condujo a la persecución y esclavitud de los israelitas. Ellos salieron de Egipto bajo el liderazgo de Moisés aprox. en 1300 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, o posiblemente un siglo más temprano (la evidencia arqueológica es incierta; ver p. 256). Como es con los otros li bros del Pentateuco, un entendimiento del Exo. debe venir principalmente de una lectura de éste y no de fuentes externas.
Exo. desarrolla los temas ya tratados en Gén. Se abre (1:7) haciendo notar que los israelitas habían llegado a ser numerosos; pronto llegarían a ser una gran nación como estaba prometido en Gén. 12. Después de esto, Dios se reunió con Moisés en la zarza ardiendo y le aseguró que él guiaría a Israel a la tierra de Canaán prometida a Abraham. Pero el enfoque de Exo. está en el establecimiento del pacto entre Dios e Israel en el monte Sinaí: La primera mitad del libro mira hacia adelante a este evento, y la segunda mitad mira hacia atrás, a el mismo evento. Una vez más esto es una confirmación de la promesa a Abraham que el Señor haría un pacto eterno entre él y los descendientes de Abraham (Gén. 17:7). Haciendo esto, Dios no sólo demostró fidelidad a su promesa, sino también la grandeza de su poder, su santidad moral y su amor perdonador.
Los caps. 1–15 ponen a Dios y a Moisés contra el faraón de Egipto, la superpotencia del antiguo Cercano Oriente. Moisés, instruido por el Señor, pidió autorización al faraón para llevar a los israelitas a adorar en el monte santo. El faraón negó persistentemente la autorización a pesar de las horribles tragedias producidas por las diez plagas. La última plaga fue la que movió al faraón a dejar ir a los israelitas, pero una vez más cambió de idea, esta vez para perseguirles hasta el mar Rojo donde los egipcios murieron ahogados; así Dios demostraba su poder soberano sobre el más poderoso de los hombres.
Los caps. 19–24 enfocan la maravillosa entrega de la ley en el Sinaí. La aterradora presencia de Dios fue simbolizada por fuego, humo y truenos en la montaña, generando temor en los israelitas para acercarse. De esta manera, Moisés fue escogido como mediador para transmitir los términos del pacto, incluyendo los Diez Mandamientos (cap. 20) y muchas otras leyes (21–23) La aceptación de estos términos por parte del pueblo haría posible la permanencia viva de Dios entre ellos en la tienda sagrada o tabernáculo (caps. 25–31).
La total indignidad de Israel con respecto a este honor rápidamente quedó demostrada cuando hicieron y adoraron a un becerro de oro (cap. 32), siendo este hecho el quebrantamiento de los dos primeros mandamientos. Semejante desatención con respecto al pacto mereció la extinción nacional. Pero la apasionada intercesión de Moisés, en la que él recuerda al Señor las promesas a los patriarcas, prontamente le movió a ceder. Después de la ejecución de quienes habían violado el pacto por parte de los fieles levitas, el pacto quedó restaurado. El libro concluye con la demostración visible de la misericordia de Dios cuando su gloria llenó el recientemente levantado tabernáculo de reunión (40:34, 35).

Levítico

Levítico (“acerca de los levitas”) está principalmente interesado en enseñar cómo debería ser conducida la adoración por los sacerdotes, levitas y lai cos en el tabernáculo. Esencialmente continúa la narrativa y leyes expuestas en Exo. Todos los eventos mencionados en Lev. ocurrieron muy pronto después de que la nación arribara al monte Sinaí.
Lev. invierte mucho tiempo describiendo sacrificios y otras ceremonias, las cuales lo hacen un libro difícil de entender e interpretar. Dado que los lectores modernos, en su mayoría, no han visto un sacrificio, hace que estos capítulos a menudo sean dejados de lado como oscuros e irrelevantes. Sin embargo, los antropólogos insisten en que el ritual es una clave para el entendimiento de los valores pro fundos de una sociedad. Así Lev. es la clave para algunas de las ideas teológicas más centrales en la Biblia, especialmente en relación con el pecado y la redención. Aquellos que desean hacer interesante el material en Lev. y apreciar su impacto antiguo, deberían no sólo leer el libro, sino tratar de revivir sus ceremonias.
Lev. continúa demostrando el cumplimiento de las promesas de Dios a los patriarcas. Central a esas promesas fue la aseveración de que el Señor sería el Dios de Israel, y que ellos serían su pueblo. Esta relación fue puesta en peligro cuando ellos hicieron el becerro de oro, y sólo la intercesión de Moisés había asegurado su reafirmación como pueblo de Dios. La bendición de Dios fue mostrada cuando llenó con su gloria el tabernáculo (Exo. 40), y la gloria de Dios se mostró cuando Aarón y sus hijos fueron ordenados al sacerdocio (Lev. 9:23). El cap. 26 nos muestra un cuadro de bendiciones que sobreabundan: gran cosecha, paz y prosperidad a través de la tie rra. Pero más importante que estas bendiciones materiales fue la presencia del Dios viviente en medio de Israel (26:11).
Sin embargo, es imposible que un Dios santo viva con pecadores sin destruirles. Esto es ilustrado vívidamente por la repentina muerte de los recién ordenados hijos de Aarón en castigo por presentar fuego extraño (cap. 10). De modo que las leyes de Lev. hicieron posible un compañerismo continuo entre el Señor e Israel a pesar de la pecaminosidad de ellos.
Lev. comienza explicando cinco diferentes tipos de sacrificios. Cada sacrificio ilustra al israelita, simbolizado en el animal ofrecido, siendo llevado a una relación con Dios, simbolizado por el altar y su fuego. Así, p. ej.p. ej. Por ejemplo la dedicación completa a Dios es ilustrada por la ofrenda quemada en la cual todo el animal es ofrecido a Dios (cap. 1). La purificación del, y el perdón de, pecado es alcanzado por el sacrificio por el pecado (cap. 4). De esta manera el sacrificio hizo posible que Dios continuara viviendo en medio de Israel.
Por su parte Israel debía procurar evitar el pecado y ser santo como Dios mismo lo es (cf.cf. Confer (lat.), compare 11:45). De modo que Lev. contiene una serie de leyes que aseguran la pureza de Israel. Ciertos cuadrúpedos fueron prohibidos, y ciertas enfermedades o condiciones debían ser evitadas por aquellos que adoran a Dios (cap. 11–15). El pensamiento exacto detrás de estos reglamentos es difícil, pero una idea central es que Dios es la vida perfecta, mientras que muchas de esas condiciones inmundas sugie ren la muerte, lo opuesto a la vida. Por lo tanto, aquellos que desean estar cerca de Dios deben mantenerse lejos de tales condiciones.
Los últimos capítulos de Lev. indican que ser santo no es sólo una cuestión de no hacer, de evitar situaciones poco piadosas, sino que también implica el hacer y el comportarse según Dios. De modo que los caps. 18–25 incluyen una serie de enseñanzas positivas, como p. ej.p. ej. Por ejemplo: El ayudar al pobre que ha caído en deudas (cap. 25), el celebrar las grandes fiestas (cap. 23), el cuidar de los inmigrantes, los ciegos, los sordos y los huérfanos, y to dos estos mandatos que se resumen en “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19:18). Al hacer de esta manera, el israelita estaba reflejando el amor mismo de Dios por el oprimido y el no privilegiado, puesto que santidad significa ser como Dios.

Números

Números continúa la historia de la migración de Israel desde Egipto hasta Canaán (la tierra de Israel). Este cubre un período de aprox. 40 años a partir de 1290 hasta 1250 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, fecha común para el éxodo. Este, por lo tanto, es la continuación de los libros de Exo. y Lev. Mientras Exo. enfoca el viaje desde Egipto al monte Sinaí y Lev. la entrega de la ley en el monte Sinaí, Núm. se ocupa del viaje del monte Sinaí hasta Canaán.
Núm. divide este viaje en tres fases principales. En los caps. 1–14 trata con la primera fase desde el Sinaí y nos cuenta de la lamentable falta de fe de Israel cuando lograron llegar a los bordes de Canaán. Los caps. 15–19 tratan en forma abreviada los 40 años de viajes por la península del Sinaí. Estos viajes fueron un juicio sobre el pueblo por su falta de fe. Finalmente, los caps. 20–36 relatan su exitosa aproximación a la “puerta trasera” de Canaán, vía Transjordania. El libro concluye con Israel dispuesto a cruzar el río Jordán y entrar en la tierra prometida.
 El tema del libro se relaciona estrechamente con el tema del Pentateuco, a saber el cumplimiento parcial de las promesas a los patriarcas. En Gén. 12:1–3 Dios había prometido hacer de los descendientes de Abraham una gran nación y que les daría la tierra de Canaán. Sin embargo, el cumplimiento de esta promesa había tomado mucho tiempo. En Núm. la promesa parece estar a punto de cumplirse. Israel ha llegado a ser una nación numerosa y poderosa, que atemorizó de tal manera al rey de Moab que éste llamó al más grande de los profetas de sus días, Balaam, para que maldijese a Israel. Sin embargo, Balaam terminó por bendecir a la nación, prediciendo un poder aun más grande para ellos en el futuro, y que se levantarían de en medio de ellos reyes victoriosos (caps. 22–24).
Todavía más significativa es la tierra. Los caps. 1–9 describen la manera como Israel fue organizado para marchar desde el Sinaí hasta Canaán. Son contados; los censos mencionados en los caps. 1 y 26 le dan el nombre al libro. Cuando llegaron a la frontera, 12 espías fueron enviados para investigar toda la tierra de Canaán. Ellos dieron un in forme brillante de la fertilidad de la tierra, pero sugirieron que ésta era impenetrable por razón de la fuerza de sus habitantes. Esto fue un acto de in credulidad desobediente comparable con el incidente del becerro de oro registrado en Exo. 32. Una vez más fue la intercesión de Moisés la que salvó a la nación de la aniquilación. La conquista fue postergada y los rebeldes, en vez de entrar a la tierra, fueron obligados a peregrinar 40 años por el desierto (caps. 13–14).
Finalmente, después de muchas y reiteradas rebeliones en contra de la autoridad de Moisés, ellos avanzaron. Los pueblos de la Transjordania fueron derrotados (caps. 21–31). Entonces todo Israel fue organizado para cruzar el Jordán y conquistar las ciudades. A las tribus de Rubén, Gad y Manasés, que querían residir en la Transjordania, les fue permitido hacerlo, bajo la condición de que enviaran tropas para luchar en la batalla por Canaán (cap. 32). El libro concluye con una serie de leyes que definen las fronteras de Canaán y cómo la tierra habría de ser distribuida entre las tribus seculares y la tribu sacerdotal de Leví (caps. 34–35). Se da una atención especial al establecimiento de las ciudades de refugio, a las cuales podrían huir los homicidas que accidentalmente hubieran herido de muerte a alguno. La tierra era más que el lugar de habitación de Israel; era la tierra que Dios había escogido para morar. Por lo tanto, era tierra santa y debía ser conservada pura, especialmente de la impureza causada por el homicidio (cap. 35). Aun más, ésta llegó a ser la tierra de Israel para siempre, y el libro concluye con regla mentos diseñados para asegurar que las tierras tribales serían guardadas dentro de la tribu (cap. 36).

Deuteronomio

Deuteronomio (“segunda ley”) es el adiós de Moisés a la nación de Israel. El libro consiste de tres sermones pronunciados por Moisés antes de su muer te, dos poemas y una breve nota obituaria. En alguna manera resume todo lo que ha sucedido con anterioridad, de allí su nombre “segunda ley”. Mientras que desde Exo. hasta Núm. se registra cómo fueron da das las leyes de Dios a Israel, aquí en Deut. tenemos a Moisés predicando sobre la ley y aplicándola a la situación que Israel iría a experimentar en la tierra de Canaán.
Sin embargo, éste es más que un resumen del pasado, es también una mirada al futuro. Es un libro profético. Describe cómo Moisés, el más grande de los profetas de Israel, mostró las posibilidades de Israel en Canaán. El les invitó a escoger entre seguir la ley de Dios, un camino de prosperidad y bendición, o seguir a sus propios caprichos y prefe rencias, una ruta al desastre.
Temáticamente hablando, Deut. hace flamear un rico tapiz tejido de ideas teológicas. Lo primero y más importante es que enfatiza la gracia generosa de Dios. Esta se muestra en el cumplimiento de las promesas a Abraham, Isaac y Jacob. Israel había sido liberado de Egipto, había experimentado en forma vívida la presencia de Dios en el monte Sinaí, y ahora estaba en la frontera de la tierra que fluye leche y miel, plena de buenas viviendas listas para que ellos habitaran. Esta era una tierra dada a ellos por Dios, no porque se la merecieran, sino porque Dios mantuvo sus promesas (caps. 7–8).
En segundo lugar, Deut. enfatiza la indignidad de Israel, más aun su persistente pecaminosidad. Ellos hicieron el becerro de oro; se negaron a entrar en la tierra cuando los espías les desalentaron. Murmuraron periódicamente pidiendo agua y comida. Incluso Moisés perdió la paciencia, desobedeció al Señor y perdió su derecho de entrar a la tierra de Canaán. Y Moisés temió que Israel lo volvería a hacer; que olvidarían al Señor y adorarían a los dioses cananeos. Si ellos lo hicieren, serían arrojados de la tierra en la misma forma como lo fueron los cananeos (caps. 9–11).
Así, en tercer lugar, Israel debía observar el pacto con todo su ser. “Y amarás a Jehovah tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (6:5) resume todo el mensaje de Moisés. Esto significaba observar los Diez Mandamientos dados por Dios en el Sinaí (cap. 5). Esto significaba aplicar los mandamientos en todas las áreas de la vida. El segundo y más largo sermón de Moisés consiste en una mirada histórica retrospectiva seguida por una explicación y aplicación de los mandamientos en cada esfera de la vida en Canaán; las leyes de los caps. 12–25 siguen generalmente el orden de los mandamientos, los amplían y los comen tan. Israel debía responder a la ley con entusiasmo porque el Señor se había mostrado a ellos al darles la tierra y la misma ley.
Finalmente, el destino de Israel dependía de su respuesta a la ley. La obediencia a los mandamientos les guiaría a una inmensa prosperidad en la familia, el campo y la nación, mientras que la desobediencia resultaría en desastre, culminando en que serían expulsados de la tierra (cap. 28). Pero si esto sucedía, y Moisés temió que así sería, no significaría el final de la relación de Israel con Dios. El arrepentimiento conduciría a la renovación de las bendiciones prometidas en el pacto y la prosperidad nacional sería restaurada (caps. 29–30; 32).

LA COMPOSICION DEL PENTATEUCO
Mientras que hay un amplio acuerdo entre los eruditos acerca del tema del Pentateuco, como ha sido descrito arriba, hay profundas diferencias de opinión en relación con su composición. Este no siempre ha sido el caso; es más, por cerca de dos milenios fue universalmente aceptado que Moisés fue el principal autor de todo el Pentateuco. De modo que parece preferible tratar el tema de la composición del Pentateuco a través de tres áreas. La primera, es el área de la teoría tradicional de la autoría de Moisés. La segunda, el consenso del punto de vista crítico, la hipótesis documentaria, la cual prevaleció invariablemente desde 1880 al 1980. La tercera, las teorías modernas.

El punto de vista tradicional

Desde los tiempos precristianos hasta principios del siglo XIX d. de J.C.d. de J.C. Después de Jesucristo, fue aceptado por la mayoría que Moisés fue el autor de casi la totalidad del Pentateuco. Esta es una conclusión natural a partir de una lectura completa desde el Gén. a Deut. De Exo. 2 en adelante Moisés es el actor principal en la historia. El Señor se le reveló en la zarza que ardía (Exo. 3); luego Moisés negoció con el faraón la liberación de Israel y llevó al pueblo a través del mar Rojo hasta el Sinaí. Allí personalmente recibió los Diez Mandamientos, otras leyes y las instrucciones para levantar el tabernáculo. La narrativa declara que muchas de las leyes no fueron anunciadas públicamente a toda la nación, ya que la manifestación del Señor en el monte causaban demasiado temor. De allí que ellas fueron dadas a conocer a Moisés solamente (Exo. 20:19–21; Deut. 5:5), quien tendría la responsabilidad de comunicárselas al pueblo.
El papel de Moisés como mediador es tratado en todo el Pentateuco. Una y otra vez las leyes son introducidas de la siguiente manera: “Entonces el Señor dijo a Moisés.” Esto implica una intimidad especial con Dios, sugiriendo que si Dios es la última fuente de la ley, Moisés fue su canal, si no el autor humano de ella. Esta impresión es reforzada en forma más intensa en el libro de Deut., con Moisés dirigiéndose a la nación con sus propias palabras, explicando las leyes entregadas en el Sinaí y exhortando a Israel a observarlas cuando entren a la tierra prometida.
Deut. contiene las últimas palabras de Moisés a Israel antes de morir. Moisés habla de sí mismo en primera persona: “me pareció bien lo dicho” (1:23); a veces él se identifica con Israel: “como Jehovah nuestro Dios nos había mandado; y llegamos” (1:19). En otras ocasiones se pone a sí mismo en contra de ellos: “Yo os hablé, pero no escuchasteis” (1:43). Los caps. 1–11 describen casi los mismos eventos desde el éxodo hasta la conquista de la Transjordania como son descritos a partir del libro de Exo. hasta el libro de Núm., si bien estos libros lo registran a partir de la perspectiva de un narrador externo a la situación; Deut. describe los eventos como Moisés los experimentó. La afirmación que Moisés es quien habla en Deut. es inevitable.
Si Deut. terminó en 31:8, es posible suponer que Moisés predicó sobre la ley, y que otra persona, posiblemente mucho más tarde, puso sus ideas por escrito. Sin embargo, 31:9: “Moisés escribió esta ley y la dio a los sacerdotes”, y 31:24: “Moisés acabó de escribir las palabras de esta ley en un libro hasta que fueron concluidas”, parecen excluir tal punto de vista liberal con respecto a la autoría de Moisés. Por lo tanto, si Moisés escribió Deut., parece lógico que escribiera Exo. hasta Núm. tempranamente en su carrera, y que Gén., la introducción indispensable a los otros libros, también haya sido compuesto por él.
Estos son los argumentos que condujeron a los antiguos escritores judíos, el NTNT Nuevo Testamento, y casi todo aquel que estudió la Biblia hasta el 1800 a concluir que Moisés era el autor del Pentateuco. Consecuentemente, Gén. siempre fue llamado el primer libro de Moisés. Sin embargo en el siglo XIX este antiguo consenso comenzó a desmoronarse, y a este cambio de mentalidad nos vamos a referir a continuación.

La “hipótesis documentaria”

Todo esto comenzó con un libro interesante escrito por un francés, J. Astruc, en 1753. Astruc observó que en los primeros caps. de Gén. a Dios se hace referencia como Dios y en otros como “el Señor”. Esto le sugirió que a lo menos dos fuentes habrían sido utilizadas por Moisés para escribir Gén. Esto fue respaldado por la observación que indica que hubo duplicación en el material de Gén. (p. ej.p. ej. Por ejemplo dos relatos de la creación en caps. 1 y 2).
Astruc no tuvo la intención de negar que Moisés fuera el autor del Pentateuco; él simplemente estaba explorando los recursos que Moisés habría utilizado. Sin embargo, su análisis de las fuentes llegó a ser un ingrediente clave de la crítica posterior. Durante el siglo XIX su análisis fue refinado, y algunos eruditos argumentaron que esas fuentes fueron posteriores a Moisés.
Cincuenta años más tarde de Astruc una proposición más radical fue propuesta por W. M. L. de Wette, quien en su disertación en el año 1805, y en otro trabajo posterior (1806–7), argumentó que Deut. fue escrito en el tiempo de Josías (es decir, aprox. siete siglos después de Moisés), y que el libro de Crón. da un relato poco confiable de la historia de la adoración en Israel. Ambas ideas llegaron a ser centrales en el punto de vista sobre los orígenes del Pentateuco que emergerían posteriormente en ese siglo. De modo que es apropiado ahora notar cómo de Wette logró arribar a dichas conclusiones, puesto que son fundamentales para el nuevo consenso crítico conocido como la hipótesis documentaria.
De Wette notó que Crón. tenía mucho más que decir sobre la adoración que lo que Rey. dice, si bien ambos tratan del mismo período histórico. Hasta ahora los eruditos habían observado los detalles de Crón. como un suplemento exacto al relato de Rey., pero de Wette argumentó que ya que Crón. fue escrito después de Rey., éste no podía ser confiable. De esta manera, eliminando la evidencia de Crón., él podría con mayor facilidad argumentar que Deut. también era un trabajo posterior.
El lenguaje y el ambiente de Deut. difieren de los libros que le preceden, lo que difícilmente determina cuándo fueron escritos. Lo que de Wette afirmó fue la insistencia de Deut. en el sentido de que toda la adoración debería ser ejecutada en el lugar que el Señor habría de escoger. Deut. prohíbe adorar en los altares del país, en los lugares altos debajo de cada árbol verde, pero insiste en que los sacrificios, y especialmente la fiesta nacional de la Pascua, Pentecostés y de los Tabernáculos, deben ser observadas en el santuario central escogido por el Señor (cap. 16). Una lectura de Sam. y Rey. sugiere que ta les reglamentos estrictos no fueron introducidos hasta el siglo VII a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo Cerca de 622 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, el rey Josías abolió todos los altares del país y exigió que toda adoración debía realizarse en Jerusalén (2 Rey. 22–23). Si los principios de adoración que se encuentran en Deut. no fueron impuestos hasta los días de Josías, ¿no es fácil suponer que los principios hayan sido inventados en ese enton ces antes que suponer que las leyes en Deut. fueron letra muerta durante el tiempo de Moisés? Este argumento de de Wette conectando a Deut. con la centralidad de la adoración en los días de Josías, es taba destinado a ser una de las principales plataformas de la “síntesis de Wellhausen” para fines de siglo.
Las ideas de Wellhausen en su mayoría habían sido anticipadas por otros. Pero él transformó los estudios del ATAT Antiguo Testamento con un libro publicado en 1878, barriendo lejos los puntos de vista tradicionales con respecto a los orígenes del Pentateuco. Si algunas de las ideas fueron nuevas, la forma en que fueron presentadas por Wellhausen fue brillante y apeló fuertemente en una era en que la teoría de la evolución era nueva y creída por muchos para explicar no sólo los cambios biológicos sino muchos otros desarrollos históricos.
Wellhausen pintó un cuadro del desarrollo religioso de Israel que pareció natural e inevitable sin la necesidad de un milagro o de una revelación divina. En sus primeras etapas, él argumentó, la religión de Israel fue relativamente irregular. El pueblo ofreció sacrificios cuando ellos quisieron y donde quisieron, sin mediación sacerdotal. Esta es la situación que Wellhausen ve en Sam. y Rey. Para los fines del período de la monarquía intervino el rey Josías, limitando toda la adoración a Jerusalén y, por lo tanto, aumentando el poder de los sacerdotes, quienes ahora fueron capaces de controlar los detalles de la adoración. Una vez que los sacerdotes tomaron el poder, lo consolidaron y durante el exilio (587–537 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo) inventaron toda clase de reglamentos y controles con respecto a la adoración, la posición de los sacerdotes, su derecho sobre los diezmos y las porciones sacrificiales y otras más.
Wellhausen entonces procedió a mostrar cómo este cuadro de la evolución en la religiosidad de Israel podía ser conectado con las fuentes del Pentateuco, las que habían sido identificadas primero por Astruc. Wellhausen aceptó que cuatro fuentes principales podían ser identificadas, a las que se les asignaron cuatro letras, J, E, P y D. J, para designar la fuente “yahvística” que usa el nombre divino del “Señor” (Jehovah). Esta comprende aprox. la mi tad de Gén. y pequeñas porciones de Exo. y Núm. E, la fuente “elohística” que usa el título genérico Dios (Elohim). Este comprende aprox. un tercio de Gén. y pequeñas porciones de Exo. y Núm. P, la fuente sacerdotal, como E usa el título genérico Dios. Este comprende un sexto de Gén. (principalmente los caps. 1, 17, 23 y varias genealogías) y la mayor parte de Exo. 25—Núm. 36. D, es el libro de Deut.
Wellhausen argumentó que Deut. (D) emplea sólo del material encontrado en J y E, y que P emplea el material de J, E y D. Esto da un orden relativo del material en el Pentateuco: J - E - P - D. Luego él argumentó que el cuadro de adoración en J y E encuadra con la práctica de adoración en el período de la monarquía, cuando el pueblo pudo adorar donde y cuando ellos quisieron. El cuadro de D (Deut.) cabe bien con los propósitos de la reforma centralizadora de Josías, mientras que la atención minuciosa en los detalles de la adoración que ofrece P encuadra con la era dictatorial de los sacerdotes, la cual Wellhausen conjeturó se había desarrollado durante y después del exilio. De modo que él sugirió que J debería ser fechado cerca del 850 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, E cerca del 750 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, D cerca del 622 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, y P cerca del 500 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo Estas fuentes, una vez que fueron escritas, iban uniéndose una tras otra, y de esta manera finalmente nuestro actual Pentateuco surge en el tiempo de Esd. (siglo V a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo).
Las implicaciones de esta forma de ver el Pentateuco tuvieron mucho alcance. Si las primeras fuentes, J y E, fueron escritas seis siglos después de Moisés, difícilmente podrían ser confiables para dar un cuadro exacto, y mucho menos las de la era patriarcal. Y si J y E, no son dignas de confianza, cuánto menos lo serían las fuentes posteriores de D y P. Wellhausen mismo fue muy claro con respecto a las consecuencias de su posición crítica. J y E no dan información histórica sobre el período patriarcal; por el contrario, proyectan la situación religiosa del período de la monarquía en una mohosa antigüedad parecida a un “espejismo glorificado”. Similarmente, D y P reflejan las preocupaciones del tiempo en que fueron compuestas y no de la era de Moisés.
El juicio negativo de Wellhausen sobre la validez histórica del Pentateuco evocaron una variedad de reacciones hostiles. A pesar de ello, su posición rápidamente llegó a ser ampliamente aceptada por la erudición crítica protestante. Le tomó mucho más tiempo para que fuera aceptada por los eruditos católicos o judíos.
La aceptación de esta teoría fue favorecida por varios factores. Primero, fue aceptada y defendida por eruditos tales como S. R. Driver, quien, a diferencia de Wellhausen, creía en la inspiración bíblica y argumentó que la fecha tardía de las fuentes del Pentateuco no afectaban su valor espiritual. Uno podría aceptar la teoría crítica de Wellhausen sin traicionar la fe cristiana y llegar a ser un ateo.
Segundo, y probablemente el más significativo, fueron las modificaciones que hizo a la teoría documentaria por la escuela de la crítica de las formas de Gunkel, Alt, Noth y von Rad. Al argumentar que detrás de las relativas fuentes tardías (J, E, P, D) hubo antiguas tradiciones (algunas llegando al tiempo de Moisés e incluso antes de Moisés), esta escuela de la crítica de las formas restauró, en alguna medida, la confianza en el valor histórico del Pentateuco. Después de todo esto puede decirnos algo sobre los períodos a los que se intenta relacionar; tal vez no mucho, pero ciertamente más que los nulos resultados de Wellhausen. P. ej. Gunkel, en su comentario sobre Génesis (1901), sugiere que la forma más antigua de las historias patriarcales vino del período anterior al establecimiento de Israel en la tierra. Igualmente H. Gressmann (1913) argumentó que una forma primitiva de los Diez Mandamientos vino de los tiempos de Moisés.
Más importante para confirmar la impresión de que la aceptación de la hipótesis documentaria no significó un adiós a ningún conocimiento de la era patriarcal fue el trabajo de A. Alt (1929). El argumentó que el cuadro de la religión patriarcal en algunos pasajes en Gén. (31:5, 29, 53; 46:3; 49:25) está de acuerdo con el estilo de vida nómada, con la idea esencial de un dios tribal, que protegió a la tribu en sus peregrinajes y la bendijo con descendientes. Si bien Alt descansó en un margen muy estrecho de textos, su cuadro de la religión patriarcal se parece más, en sus rasgos, al cuadro que podría tener un lector tradicional.
De la misma manera, al enfocar en aquellos elementos comunes tanto en J como en E. M. Noth (1930) fue capaz de construir un cuadro de Israel antes de la monarquía que consistió en una liga de tribus unidas por un pacto, peleando guerras santas y adorando en un altar central. Una vez más, si bien Noth estuvo muy lejos de encontrar mucha historia en el Pentateuco, estaba bosquejando la constitución religiosa de Israel, la que no era diferente de la lectura no crítica de Exo. a Jue. En una forma similar, G. von Rad (1938) argumentó que el credo más temprano en la Biblia, en Deut. 26, gradualmente se desarrolló en el correr del tiempo para llegar a ser nuestro Pentateuco. Al afirmar continui dad entre los antiguos elementos en el Pentateuco y el actual trabajo y encontrar una pequeña semilla histórica en ello, estos eruditos ayudaron a que la hipótesis documentaria fuera más sabrosa.
La posición arqueológica del estadounidense W. F. Albright y su escuela reforzaron la impresión de que el Pentateuco podía ser confiable, aun si sus fuentes constitutivas eran tardías. Ellos argumentaron que los nombres de los patriarcas eran nombres típicos de la primera mitad del segundo milenio, que las migraciones y el estilo de vida seminómada de los patriarcas también refleja al período, y que muchos de los ritos legales y costumbres familiares mencionados en Génesis (p. ej.p. ej. Por ejemplo el dar dotes) fueron también confirmados por antiguos textos no bíblicos. Esto también mostró la confiabilidad histórica esencial de Gén. The Early History of Israel (1971), de R. de Vaux, es probablemente el monumento más grande a esta posición, combinando juiciosamente el conocimiento arqueológico con el método crítico de Alt, Noth y Wellhausen para producir un punto de vista muy positivo con respecto al desarrollo histórico.
Por lo tanto hubo consenso en el mundo de la erudición en relación con la existencia de cuatro fuentes principales (J, E, P, D) en el Pentateuco, mayormente escritas mucho después de 1000 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, las cuales, a pesar de su edad, entregaron buena información a la historia de Israel comprendida entre los años 2000 y 1300 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo

El colapso del consenso

Los años 1970 vieron la publicación de muchos trabajos semilleros que iniciaron un período de gran tumulto en los estudios del Pentateuco. En 1974 T. L. Thompson presentó un examen minucioso de los frecuentemente citados argumentos arqueológicos del carácter histórico de las narrativas patriarcales. El mostró que muchos de los argumentos probaron mucho menos de lo que se alegaba, ya que en algunas ocasiones la Biblia o las fuentes paralelas no bíblicas habían sido mal interpretadas para apoyar la creencia de Gén. Hubo al gunos elementos que fueron dejados de lado y que apuntaban a épocas tempranas, como los nombres de los patriarcas, pero si uno creyera, como Thompson, que Gén. fue escrito después de 1000 a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo, éstos podrían ser explicados en una forma muy diferente.
J. Van Seters (1975) fue más allá en su cuestionamiento del consenso crítico. El argumentó, no que las historias patriarcales fueran sin fecha, como Thompson lo hizo, sino que ellas eran verdaderamente propias a las condiciones e instituciones legales del siglo VI a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo Es más, él cuestionó la antigua creencia del siglo II de que la variación en los nombres de Dios (“El Señor”, “Dios”) o que las historias paralelas (cf.cf. Confer (lat.), compare Gén. 12 con Gén. 20) fue ran indicadores necesarios de autores o fuentes diferentes. De hecho, Van Seters siguió un camino largo para eliminar la fuente E en Gén. 12–26, argumentando que ésta no era un ente coherente, sino sólo elementos primitivos incorporados por J, quien fuera el principal autor de esta parte de Gén.
R. Rendtorff (1977), igual que Van Seters, renunció a muchos de los criterios clásicos para distinguir las fuentes y menospreciar muchos de los argumentos puestos en evidencia por los eruditos que favorecían un análisis documentario. El argumentó que Gén. emergió en una forma muy diferente. Hubo un grupo de historias sobre Abraham, otro grupo sobre Jacob, otro sobre José. Estas crecieron en forma independiente por largo tiempo hasta que fueron reunidas por un editor quien las tomó para formar una narrativa larga y coherente.
Finalmente, hubo un excelente comentario sobre Gén. escrito por C. Westermann, publicado parcialmente desde 1968 a 1982. Westermann es de la misma línea como la de Vaux, mientras que Thompson, Van Seters y Rendtorff son jóvenes radi cales, y su trabajo es probablemente más significativo que el de los otros. Con todo Westermann, aunque sostiene la fecha del siglo X a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo para la fuente J (no el siglo VI a. de J.C.a. de J.C. Antes de Jesucristo como Van Seters), de hecho descarta, más o menos, la fuente E. Las historias patriarcales tienden a ser vistas por Westermann como una unidad substancial de la mano de J, con inserciones ocasionales de la fuente posterior P.
Otra corriente en el estudio de la Biblia que comenzó a poner su marca en los años 1970 ha desafiado a los eruditos a leer el Pentateuco como una unidad. La nueva crítica literaria está principalmente preocupada con el entendimiento de los trabajos en su forma actual y no con el proceso de su composición. Está preocupada de los arreglos de los trabajo como un todo, sus temas, el uso que ha ce un narrador de mecanismos como repeticiones, mímesis (descripción de la realidad) y el diálogo; la descripción del personaje y el motivo dentro de la narrativa. La crítica antigua, por otro lado, estaba preocupada con la autoría, la fecha de composición, las fuentes y las circunstancias históricas que rodeaban al texto escrito. La nueva crítica literaria ha guiado a una mayor apreciación por las técnicas de los escritores hebreos y muchas veces, como una consecuencia, a un rechazo del criterio usado para distinguir las fuentes. P. ej., mientras tanto la repetición tendió a ser vista por los antiguos críticos como una señal de varias fuentes, la nueva crítica tiende a reconocerla como un mecanismo importante de la narrativa, la cual puede ser utilizada por un solo autor para lograr efectos dramáticos. No ha habido un ataque frontal de la nueva crí tica a la hipótesis documentaria, pero muchos como, p. ej.p. ej. Por ejemplo R. Alter (1981) y M. Sternberg (1985), manifiestan su insatisfacción con la fuente crítica clásica. Y las lecturas unificadas del Pentateuco ofrecidas por Clines y Whybray posee mucho de la nueva crítica.
Estas nuevas orientaciones en los estudios del Pentateuco han quebrado el consenso de la crítica centenaria, pero no se han establecido ellos mismos como la nueva ortodoxia. Probablemente representan la posición de una minoría ruidosa, mientras que una silenciosa mayoría conserva una forma moderada de la hipótesis documentaria tal como la defendió de Vaux.
Quizá podremos exponer las principales opciones críticas en un cuadro que aparece abajo.
La posición de la nueva crítica mantiene las mismas fechas tardías para las fuentes D y P que tiene la antigua hipótesis documentaria pero rechaza la distinción entre J y E. Sostiene que la fuente J aumentada (más o menos J+E de la antigua) no provee conocimiento histórico de los primeros períodos (p. ej.p. ej. Por ejemplo de los patriarcas, Moisés o de los jueces), sino más bien de la creencia de los judíos en el exilio.
Hasta ahora sólo hemos visto las posiciones críticas principales de los eruditos cristianos. Los eruditos críticos judíos han hecho en años recientes la mayor contribución al estudio de los textos rituales del Pentateuco (p. ej.p. ej. Por ejemplo Exo. 25—Núm. 36), lo que es generalmente identificado como P. Milgrom, p. ej.p. ej. Por ejemplo ha argumentado que la fecha exílica de P es errónea. Las leyes sobre adoración
COMENTARIO BIBLICO SIGLO XXI

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